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miércoles, 5 de diciembre de 2018


Estas ruinas que ves

Para Paco Ignacio Taibo II, brillante novelista e historiador de nuestro tiempo.
Saúl Escobar Toledo

El presidente López Obrador anunció el 1º de diciembre el comienzo de un cambio de régimen político. Ello quiere decir, según sus palabras,  que se acabará con la corrupción y la impunidad pública y privada. Pero también con la política económica neoliberal que ha sido, dijo,  un desastre, una calamidad. Sus resultados están a la vista:  un crecimiento muy por debajo de las décadas anteriores, un poder adquisitivo del salario mínimo  deteriorado en 60 por ciento y que los ingresos laborales de los mexicanos sean hoy  de los más bajos del planeta
Para AMLO, ambas, la corrupción y las políticas neoliberales se han alimentado y nutrido mutuamente para robar los bienes del pueblo y las riquezas de la nación.  Resulta entonces necesario separar el poder económico del poder político con el objetivo prioritario de disminuir las desigualdades sociales y asegurar las funciones esenciales del Estado.
En cuanto a la inseguridad se atenderán las causas que originan la violencia, pero también se propone convertir al Ejército y a la Marina en las instituciones fundamentales para garantizar la seguridad nacional, la seguridad interior y la seguridad pública, previa preparación y capacitación para el respeto de los derechos humanos y mediante la aplicación de protocolos para el uso de la fuerza.
No hay duda en el discurso: la causa principal  de nuestros males se llama neoliberalismo. Ineficiente, concentrador del ingreso, empobrecedor de la mayoría de la población. Y aunque podríamos estar de acuerdo con Jorge Ibargüengoitia (cuya novela da pie al título de esta entrega), en que cada ruina tiene su historia, todos nuestras desgracias se han exacerbado bajo el esquema neoliberal.
El desastre que observa el nuevo mandatario y que muchos mexicanos  también vemos, obligará al Estado a tomar un nuevo papel: no seguirá siendo un comité al servicio de una minoría rapaz,  representará  a todos los mexicanos, se respetará la ley  y habrá una verdadera democracia. Se protegerán las inversiones privadas pero al mismo tiempo se incrementará la inversión pública y reducirán las desigualdades sociales.
La dificultad de reconstruir al país es complicada por varias razones: como lo muestra el caso de la Guardia nacional y las  nuevas funciones del ejército,  en algunos asuntos no habrá  otra opción más  que apoyarse en lo que existe. Y ello supone el peligro de  prolongar o agravar los males que se propone erradicar. En el otro extremo,  se puede generar  inestabilidad  echando atrás decisiones equivocadas, como en el caso de la cancelación del aeropuerto de Texcoco.
Continuidad y ruptura suponen riesgos. El nuevo mandatario ha decidido que aplicará una combinación de ambas, según sea el caso.  En el discurso se hizo mayor énfasis en el saldo económico y social y menos en los resultados que han arrojado las medidas adoptadas en materia de seguridad pública. Ello podría reflejar que el presidente reconoce, sin decirlo,  que en el primer aspecto se puede avanzar más profundamente, mientras en lo segundo prevalecerán esquemas similares, aunque  no idénticos, a los aplicados en el pasado.
El gobierno se propone una transformación pacífica y ordenada, pero al mismo tiempo profunda. Esta fórmula suena muy bien pero requiere que muchos factores se alineen positivamente. Entre ellos, un entorno internacional favorable; una acuerdo mínimo con los grupos de poder; una coordinación eficiente dentro del Estado; un impacto más o menos rápido de los proyectos. En fin, una labor muy compleja y que enfrentará factores que no están del todo en manos de la nueva administración.
Por ello, es probable que veamos no sólo aciertos y errores, como en cualquier otro ejercicio gubernamental, sino también una situación inédita en la que se reúnan al mismo tiempo mudanzas radicales y continuidades conservadoras o inercias no muy deseables.
Pero, más allá de los factores señalados, para conducir un cambio ordenado y radical, se requiere una participación ciudadana también pacífica, intensa y lo más organizada posible.
Y aquí hay todavía nos falta mucho. Resulta alentador que el presidente  se comprometa públicamente a no reprimir la protesta popular, a someterse a la revocación de su mandato en 2021, a dar cuenta de sus actos,  a insistir en consultar al pueblo (hasta ahora de manera informal), y amnistiar a los presos políticos,  pero ello no basta.
Al titular del poder Ejecutivo  se le acusa ya de concentrar el poder. Se adelanta que no respetará la división de poderes, el federalismo e incluso las libertades básicas de opinión y manifestación. No comparto estos temores. Más bien, considero que aquí también tenemos una falla institucional. No hay manera de que la voz de la ciudadanía se haga escuchar por los canales tradicionales de la democracia: los partidos políticos o las organizaciones sociales como los sindicatos. Otra calamidad exacerbada por el neoliberalismo, aunque su origen es más remoto, se refiere a la inexistencia de una interlocución entre la gente y los servidores públicos. Ésta no sólo se ha fracturado desde hace muchos años, también se han destruido puentes de entendimiento. La confianza en la política y los políticos es extremadamente baja.
Los avances de nuestra transición democrática, encarnados en la alternancia en la presidencia de la república, en un poder legislativo pluripartidista,  en mayor libertad de expresión, e incluso en elecciones más limpias, fueron adulterados por una descomposición muy acelerada de los organismos estatales. Pero también por la terca voluntad del PRI y el PAN  para impedir que esos avances democráticos se implantaran en las organizaciones sociales y en nuevas  formas de participación ciudadana. La libertad y la democracia sindical ha sido casi inexistente; otros sectores sociales como los campesinos o los trabajadores informales, o incluso los pequeños propietarios y empresarios, carecen de organizaciones legítimas y representativas reconocidas por el Estado. La consulta popular, el referéndum y la organización de consejos vecinales son prácticas muy escasas en nuestra vida política.
Así pues, el cambio de régimen político requiere la reconstrucción de los canales de participación popular que permitan una relación crítica y constructiva. Un conjunto de  reformas que se ocupen no sólo de las cuestiones electorales sino de ampliar y hacer accesibles, por medio de la ley, una mayor participación en la toma de las decisiones. El presidente ha pedido que se discutan en todas las plazas los avances de su gobierno. Pero en los cien puntos leídos en el Zócalo casi no hay ninguna propuesta sobre el fortalecimiento de la democracia participativa. Ello muestra una agenda pendiente en la que habrá que seguir insistiendo. La posibilidad de conjugar el cambio pacífico y ordenado dependerán en buena medida de ello y no sólo de la voluntad de los gobernantes.
Tal como están las cosas, el panorama no puede ofrecer, a corto plazo, más que una dosis combinada de dificultades y alivios. Una cierta incertidumbre junto a una esperanza que todavía perdurará un tiempo. A mediano plazo ya veremos si los efectos positivos se imponen sobre el necesario e inevitable costo de un cambio que pretende ser radical.
Dicen que hoy todavía los actores, cantantes, directores y todos los trabajadores que participan en un nuevo montaje de una obra de teatro o una ópera, para desearse suerte, se saludan pronunciando la palabra mierda. Ello, dicen, se originó desde el siglo XIX pues una parte del público llegaba en carruajes o vehículos movidos por caballos que inevitablemente regaban el suelo alrededor de los teatros de estiércol equino. Así, una mayor concentración de desechos quería decir que la asistencia sería más nutrida y por lo tanto exitosa.
Más allá de dudas y críticas, hoy podríamos saludar al nuevo presidente con esa misma frase,  la cual, dada la situación del país, adquiere un doble sentido:  mierda, Andrés, mucha mierda.

saulescobar.blogspot.com


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