Vistas de página en total

miércoles, 17 de junio de 2020

Manifiesto: Democratizar el trabajo

Democratizar el trabajo para salvar al planeta
 Saúl Escobar Toledo
 

A iniciativa de un grupo de mujeres, Isabel Ferreras, Dominique Méda y Julia Battilana, todas ellas distinguidas profesoras de universidades  como la Católica de Lovaina en Bélgica; la de Paris-Dauphine; y la de Harvard, Estados Unidos, ha empezado a circular en las últimas semanas  un Manifiesto por el trabajo. Dicho escrito ya fue respaldado por casi 6 mil investigadores de 700 universidades de todos los continentes y ha sido publicado en 36 países y 27 diferentes idiomas. Entre quienes lo han apoyado se encuentran figuras tan conocidas e influyentes como Katharina Pistor, Dani Rodrik, y  Thomas Piketty. En México, el documento ha circulado en los medios académicos, pero no en la prensa, al alcance de un público más amplio. Así que, hasta donde sabemos, los lectores de El Sur serán los primeros en conocer, en forma resumida, el contenido de esta propuesta, la cual   se puede encontrar íntegramente en el sitio : democratizingwork.org.

 

El Manifiesto inicia reconociendo el trabajo de los médicos, enfermeros,  repartidores de  productos y encargados de las farmacias o de los establecimientos esenciales para nuestra manutención cotidiana, pues gracias a ellos hemos podido sobrevivir durante el periodo de confinamiento obligado por la pandemia. Sus labores, por lo tanto,  deben ser protegidas y no quedar expuestos a  las leyes del mercado. De lo contrario, se corre  el riesgo de acentuar aún más las desigualdades, sacrificando a las personas más débiles y necesitadas.  Por ello -afirma la proclama- hay que democratizar el trabajo, democratizando la empresa y, al mismo tiempo dejar de tratarlo como una mercancía. Estas dos transformaciones estratégicas nos permitirían actuar colectivamente para limpiar y rescatar al planeta.

Democratizar el trabajo quiere decir combatir  la idea de que las personas trabajadoras deben ser tratadas como “recursos” cuando en realidad son la parte constitutiva de las empresas. Los empleados casi siempre son excluidos de la participación en el gobierno de los negocios y éste ha quedado en manos de los accionistas, los que aportan el capital. Defender la representación de los trabajadores en la dirección de las empresas no es un hecho nuevo ni imposible en las economías de mercado. Comenzó después de la Segunda Guerra Mundial a través de Comités de Empresa y diversas experiencias de cogestión. Sin embargo, los primeros fueron demasiado débiles y las segundas insuficientes Ahora, estos comités deben  tener derechos similares a los de las Juntas Directivas, a fin de someter al gobierno de la empresa, los Consejos de Administración y la gerencia general,  a una doble mayoría.

 

Se propone también  desmercantilizar el trabajo. La creación de puestos laborales en el sector de la salud y en actividades ligadas al cuidado de personas o al suministro de equipos y materiales indispensables han estado sometidos a la lógica de la rentabilidad. Las decenas de miles de fallecidos nos recuerdan, penosamente, dice el escrito, que hay necesidades colectivas estratégicas que no deberían estar regidas por el mercado.

De igual manera, el manifiesto propone garantizar para todos un trabajo digno a través de una Garantía de Empleo (job guarantee). Ello implica el reconocimiento del derecho al trabajo, como lo señala el artículo 23 de la Declaración Universal de los derechos humanos (o, por ejemplo, la Constitución de México), lo que implica la libre elección de una actividad y sobre todo el derecho a  condiciones laborales justas y satisfactorias y a una protección contra el desempleo. Esta garantía de empleo debería ser administrada por  las comunidades y administraciones locales para contribuir a evitar el colapso climático y garantizar un futuro digno para todos y todas.

El Manifiesto sugiere que los estados nacionales deben  contribuir con los recursos necesarios para impulsar este  proyecto. Proponen para ello, revisar los objetivos de los bancos centrales, incluyendo el de la Unión Europea, de tal manera que éstos puedan financiar estos programas. Se ofrecería, además, una solución anticíclica al choque económico  que ya se nos vino encima por el desempleo masivo.

Finalmente, el Manifiesto llama a no repetir los errores cometidos a raíz de la Gran Recesión  de 2008 pues en esa ocasión se quiso resolver la crisis mediante el rescate incondicional del sector financiero, aumentando la deuda pública. Si los gobiernos vuelven hoy a intervenir en la economía es importante que esos apoyos se condicionen cambiando la orientación estratégica de las empresas beneficiadas. Éstas deberán cumplir normas medioambientales más estrictas y, asimismo, implantar un gobierno democrático a su interior. Según el Manifiesto, las empresas mejor preparadas para impulsar la transición ecológica serán las que cuenten con administraciones en las que tanto los inversionistas como aquellos que aportan su trabajo puedan hacer oír su voz y decidir de común acuerdo las estrategias que se vayan a  poner en práctica. Debe reconocerse que, hasta ahora,  el compromiso capital/trabajo/planeta ha resultado siempre desfavorable a las dos últimas y  sólo se ha beneficiado al primero. Algunas cooperativas y empresas de la economía social y solidaria, que se han propuesto como objetivos darles viabilidad financiera a sus proyectos y, al mismo tiempo, cumplir con sus obligaciones sociales y medioambientales, han implantado gobiernos internos más democráticos demostrando que son una opción viable.

El Manifiesto termina así:  No nos hagamos ilusiones. Dejados a su suerte, la mayor parte de quienes aportan el capital de las empresas  no se preocuparán ni de la dignidad de las personas que aportan su trabajo, ni de la lucha contra el colapso climático. Tenemos, en cambio, otro escenario mucho más esperanzador al alcance de la mano: democratizar la empresa y desmercantilizar el trabajo. Lo que nos permitirá descontaminar al  planeta.

Hasta aquí las tesis del Manifiesto. Desde mi punto de vista, estas ideas forman parte de un abanico cada vez más amplio de alternativas que han salido a la luz en las últimas semanas. Se ha extendido la convicción de que el confinamiento no ha sido un paréntesis, un espacio de tiempo sin consecuencias, y que a la salida de esta reclusión encontraremos, ya los estamos viendo, una realidad distinta a la que dejamos antes del encierro. Esta nueva realidad es, por lo pronto, más sombría. Para remediar esto, no podemos dejar que las condiciones sociales, económicas y políticas que han prevalecido sigan inalteradas. No podemos arriesgarnos a  prolongar esta calamidad o a sufrir otra en condiciones cada vez más adversas. Pero cambiar qué y cómo es el debate que tenemos que dar en todos lados.

El Manifiesto aporta algunas ideas estratégicas. Para el caso de México, me parecen de especial relevancia las siguientes: hacer efectiva la  garantía de empleo ( quizás en lugar de un ingreso mínimo vital); su financiamiento a través de los bancos centrales; y el rescate de empresas a condición de que cumplan  un conjunto de normas administrativas, laborales  y ecológicas. Lo anterior se traduciría, en lo inmediato, en un seguro de desempleo para los trabajadores del sector formal;  y un financiamiento y protección permanente para quienes realizan actividades  informales (en un taller familiar o por su cuenta). Igualmente, que los recursos del Banco de México ya no se canalicen a la banca privada sino directamente al gobierno o gobiernos (estatales, municipales) para apoyar la salud y la protección al empleo; y que los créditos a las empresas se otorguen solo cuando éstas garanticen un mejoramiento de su desempeño y su democratización interna.  Finalmente, habría que apoyar a la economía social y solidaria, un sector que apenas despunta en nuestro país. Estas y otras propuestas no pueden ser desechadas sin discusión. Poner en pie lo que ha estado de cabeza, para hacer uso de una cita famosa, requiere de muchas ideas nuevas y audaces.

 

 

 


miércoles, 3 de junio de 2020

El Ángel Exterminador o la Gran Disrupción

El Ángel Exterminador

Saúl Escobar Toledo

 

En 1962, Luis Buñuel, el famoso director de cine español, estrenaba en México su película “El Ángel Exterminador” que, en resumen, narra la historia de un grupo de personas que se reúnen a cenar en una lujosa mansión después de asistir a la ópera. Una vez que han terminado sus alimentos, pasan a la sala para escuchar la ejecución de una obra de piano a cargo de una de las invitadas. Al terminar, los comensales comentan que están cansados y que es hora de retirarse pero, por una extraña razón, no pueden cruzar el umbral para pasar al comedor y salir de la casa. Quedan así recluidos y amontonados por varios días: poco a poco se quedan sin alimentos y sin agua, fallecen varios de los comensales, y la fatiga y la desesperación hacen presa del grupo. Cuando algunos de ellos tratan de linchar al dueño de la casa por hacerlo responsable de la situación y, mientras forcejean con otros que buscan impedirlo, de repente una de las invitadas descubre que todos están en el mismo lugar que guardaban cuando se dieron cuenta que no podían salir. Entonces tratan de recordar los diálogos que tuvieron en esos segundos y logran vencer el miedo y alcanzar la calle.  Pocos días después, celebran una misa de gracias y al terminar, ni los sacerdotes ni los feligreses, otra vez sin razón aparente ni obstáculo alguno, se muestran incapaces de traspasar la puerta y salir de la nave del templo.

El argumento del filme ha sido comentado ampliamente en muchas reseñas y libros. Las diversas interpretaciones del inexplicable encierro y la imposibilidad de romperlo se basan en la inspiración surrealista de la obra de Buñuel; en su visión crítica   de la iglesia y los dogmas religiosos; e incluso en una condena política de la burguesía o, por lo menos, de los más privilegiados de la sociedad. El director, por supuesto, nunca aceptó dar una razón. Lo que parece claro es que se basó en la existencia de un ángel citado en el Apocalipsis bíblico que representa el triunfo del mal. Su naturaleza destructiva alude entonces al advenimiento de catástrofes que se ciernen sobre las personas, las cuales no se saben bien a bien porqué suceden y qué las originan.

La pandemia que hemos vivido durante 2020 ha recluido a miles de millones de habitantes de este planeta en sus casas. Se ha tratado de un encierro voluntario que nos ha impedido cruzar el umbral de nuestros hogares por el temor a ser contagiados por un enemigo invisible, un virus muy contagioso que -nos han repetido mil veces- puede enfermarnos gravemente y poner en peligro nuestras vidas. Las explicaciones científicas de este cataclismo mundial son numerosas. Sin embargo, de la misma manera que al ver la obra de Buñuel nunca alcanzamos a comprender cabalmente la conducta de los protagonistas ni su significado, ahora que nosotros hemos quedado presos voluntariamente queremos saber las razones de ese ángel exterminador que apareció en nuestras vidas y decidió condenarnos al encierro.

¿Por qué hoy? ¿por qué somos tan vulnerables? ¿cuándo podremos salir sin temor alguno? ¿Se repetirá un fenómeno parecido en futuro cercano?

Las respuestas a estas y otras preguntas han incluido la negación de las tesis científicas, aduciendo que en realidad el virus no existe y que se trata de una especie de conspiración para controlar al mundo. En realidad, alegan, podemos salir, somos nosotros mismos quienes nos hemos dejado convencer de no traspasar la puerta. Desde luego, cuando el contagio se multiplica y caen enfermos o fallecen las personas a nuestro alrededor, la interpretación cambia por otra mas o menos igual: el virus ha sido inoculado intencionalmente para dañarnos. Es una forma de pensar atávica y, básicamente, la misma que durante muchos siglos se ha esgrimido respecto por ejemplo a la peste negra, una de los azotes más antiguos y criminales en la historia de la humanidad: se trata de un castigo divino, producto del enojo de Dios por nuestras prácticas pecadoras.

Hay otras respuestas más interesantes, por ejemplo, la de Eduardo Campanella (disponible en www.project-syndicate.org/onpoint/the-invisible-killers-by-edoardo-campanella-2020-04), quien aduce que este virus ha resultado catastrófico por la arrogancia de nuestra civilización. Creímos que el conocimiento y la tecnología actuales, al igual que nuestra voluntad de doblegar a la naturaleza, podían terminar   con las enfermedades contagiosas. Nos impregnamos de una cierta sensación de invulnerabilidad, particularmente en Occidente. Pensamos que las epidemias podían ser controladas o se desarrollaban solamente en las regiones más pobres del planeta. El COVID-19 rompió definitivamente con estas ilusiones. Y los científicos y las autoridades sólo tuvieron a la mano un remedio: encerrarnos a todos en nuestras casas, incluso en los países más desarrollados, provocando una de las mayores disrupciones laborales, económicas, sociales y humanas que se hayan conocido en los últimos siglos. A pesar de que el saber y la técnica de que disponemos puede enviar hombres al espacio, poner robots en lugar de humanos en las fábricas, comunicarnos instantáneamente desde cualquier punto del planeta y proveernos de casi toda la información existente, no ha habido vacuna, medicina o tratamiento que valga para detener al virus. Y así, en muchos casos, nos impidieron trabajar, convivir con nuestras familias, reunirnos para celebrar o consolarnos, y acariciar o ser acariciados por otras u otros por el simple hecho de estar lejos en el momento que estalló la catástrofe.

Esa arrogancia debe ser corregida para cambiar un modelo civilizatorio que fomenta la desigualdad, el desperdicio y la ostentación, y adoptar un modo de vida más respetuoso con la naturaleza. Debería obligarnos, asimismo, a utilizar la tecnología y el saber para lo que realmente importa: la salud y la felicidad de todos.

La pandemia nos ha revelado la enorme fragilidad de nuestras sociedades y la posibilidad de que otro desastre se repita algún día, por ejemplo, como resultado del cambio climático, y no podamos tampoco ni prevenirlo ni remediarlo.

Cabría otra interpretación: el distinguido historiador marxista Walter Benjamin, en un conjunto de apuntes que se publicaron después de su muerte, “Tesis sobre la historia y otros fragmentos”, también hizo alusión a un ángel. En el apartado IX, observa que en un cuadro del pintor Paul Klee que se titula Angelus Novus (una reproducción de esta pintura se incluyó arriba de este texto)   se ve un ángel que se aleja de algo sobre lo cual clava su mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas tendidas. Según Benjamin, se trata del ángel de la historia que mira hacia el pasado y ve una catástrofe, una pila de ruinas. El ángel quisiera detenerse y recomponer la destrucción, pero un huracán sopla desde el paraíso y lo arrastra hacia el futuro. Ese huracán -dice Benjamin- es lo que llamamos progreso.

Escrito entre 1939 y 1940, la visión de Benjamin respondía al drama que significó el triunfo del nazismo en su patria. A la sensación de derrota y de indignación al darse cuenta de que ni los valores de la civilización occidental, ni la lucha del proletariado y los partidos socialistas habían podido detener el horror de Hitler. Sin embargo, la tesis de Benjamin siguen siendo vigentes para tratara de intentar una lectura alternativa de la historia. La humanidad no avanza, por lo menos no lo hace lineal e ineludiblemente, hacia un futuro más promisorio. Ni hemos construido un mundo mejor, ni el mal (la injusticia, la desigualdad, la explotación) ha sido derrotado, ni las catástrofes se han podido evitar.  Más bien, hasta ahora, hemos vivido destruyendo. Además de la soberbia de la que habla Camponella, nos hemos equivocado en la interpretación de la historia.

El Ángel del exterminio y el de la historia pueden ser el mismo. A menos que cambiemos nuestra perspectiva intelectual y política y tratemos de reconocer que no podemos tener fe ciega en el progreso ni en el conformismo. Cada victoria contra el atraso o la injusticia puede traer consigo el peligro de la barbarie. Y cada derrota y tragedia en la historia puede servir para construir un mejor futuro.

La nueva normalidad que se ha anunciado puede ser una desgracia peor de la que teníamos antes, o sentar la posibilidad de un cambio para construir algo nuevo. O una mezcla de ambas cosas. En cualquier caso, siguiendo a Benjamin, tenemos que estar preparados. No podemos perder la fe en un futuro mejor pero tampoco descuidar nuestro presente, pensando que la destrucción que llevemos cabo hoy podrá ser reparada mañana.

La película de Buñuel ha sido tan influyente que hace pocos años, en 2016, un joven y talentoso compositor inglés, Thomas Adès, estreno una ópera en el Festival de Salzburgo con el mismo nombre y basada en el guion original del filme. La obra tuvo amplio reconocimiento por su valor musical y fue ejecutada después en Inglaterra y Nueva York en las mejores salas de concierto. En una de las entrevistas que concedió el compositor, le preguntaron sobre su interpretación de la trama buñuelesca y la razón por la cual los protagonistas no podían salir de la casa. Adès definió al ángel destructor como "una ausencia de voluntad, de propósito" y dijo: "La sensación de que la puerta está abierta pero no la atravesamos está con nosotros todo el tiempo". Esa inacción, agregó, puede provocar el "colapso de la sociedad".

Ahora que salgamos del confinamiento, puede ser una idea rescatable en un momento histórico tan siniestro (como ya se dieron cuenta en Estados Unidos).

 

saulescobar.blogspot.com