Vistas de página en total

miércoles, 31 de enero de 2018

Publicado en El Sur 310/01/2018

Aniversarios
Saúl Escobar Toledo

Este año celebramos tres aniversarios significativos de la historia del siglo XX mexicano: 80 años de la expropiación petrolera; 50 del movimiento estudiantil; y 30 de la elección presidencial que, según muchos observadores, estudiosos y testigos, ganó Cuauhtémoc Cárdenas.
El primero acontecimiento fue resultado de una decisión tomada por el presidente de la república; el segundo, una rebelión social; y el tercero, un sismo que fracturó al sistema político. Los tres, por diversas razones, cambiaron el curso de México. Todos ellos, más que una continuidad, marcaron una ruptura y pueden entenderse como episodios sobresalientes de las distintas etapas históricas que caracterizaron el siglo pasado.
Los aniversarios son ocasiones propicias para recuperar la memoria. El número de años que cumple algún evento destacado no significa, por sí mismo, nada importante. Podemos celebrar o condolernos de ellos en una fecha cualquiera.  Ha habido, desde luego, otros acontecimientos importantes. Podríamos, por ejemplo, incluir en los recordatorios de este año la huelga ferrocarrilera de 1958.  Pero la memoria es siempre selectiva: no podemos recordar todo, todo el tiempo. Por ello, vale la pena aprovechar la coincidencia de estos aniversarios para hacer un ejercicio que nos lleve a encontrar algunas claves de nuestro presente. Buscar en esos hechos,  algunas “señas de identidad” para entender la situación actual.
La medida adoptada por el presidente Lázaro Cárdenas, anunciada el 18 de marzo de 1938, fue uno de los momentos culminantes de la revolución mexicana. Sus bases legales e ideológicas se encuentran en la Constitución de 1917 pero se hizo realidad gracias a la movilización popular que se desató desde el estallido del movimiento armado. Puede explicarse también como parte de la reconstrucción del estado nacional que se emprendió desde la caída del régimen porfirista. Gracias a ello, se llevó a cabo un acto soberano que sorprendió al mundo (sobre todo a Estados Unidos y Europa) y a muchos mexicanos. Como lo han señalado diversos historiadores, la coyuntura internacional, particularmente la Segunda Guerra mundial que ya estaba en curso, fue aprovechada magistralmente por Cárdenas para decretar la expropiación. Pero lo más importante es que le dio al Estado mexicano una enorme fuerza: legitimidad frente a sus ciudadanos, respeto frente a las potencias extranjeras, y nuevos instrumentos para conducir la economía nacional. Los años de estabilidad política, el crecimiento productivo y el papel que jugó México en el contexto internacional en las décadas posteriores, hasta principios de los años ochenta, difícilmente se pueden entender sin la expropiación de marzo de 1938. A pesar de sus dificultades y costos, la industria petrolera fue uno de los principales activos de los gobiernos del PRI ya que PEMEX se convirtió en la  palanca estatal más importante  para financiar el desarrollo.
En 1968, el movimiento estudiantil fue la expresión de un profundo descontento popular. Los gobiernos revolucionarios presumían de haber logrado la modernización del país y la tranquilidad social y política, aunque estas últimas en realidad se apoyaban en un autoritarismo feroz que no admitía disensos. Diez años antes, las huelgas ferrocarrileras y magisteriales habían sido reprimidas duramente por el ejército y la policía, y sus dirigentes eran presos políticos. No existía, en los hechos, libertad de expresión, ni de manifestación, ni de asociación. Tampoco competencia electoral. De esta manera, el movimiento se convirtió (como abundamos en un artículo previo), en una lucha por la democracia y la justicia social. La matanza del 2 de octubre fue la evidencia del agotamiento de un régimen político. A lo largo de los años siguientes, se desatarían grandes movilizaciones obreras y campesinas y surgirían oposiciones armadas y civiles y nuevas alternativas políticas.
Por su parte, en julio de 1988, el PRI tuvo que enfrentar una oposición capaz de desplazarlo de la presidencia de la república, después de varias décadas de ejercer el monopolio de la vida política. Como se recordará, la ruptura de Cuauhtémoc Cárdenas logró la adhesión de un conjunto de partidos y sobre todo una enorme simpatía popular. Por primera vez en muchos años, se presentaba un candidato que representaba la legitimidad perdida de la revolución mexicana, la posibilidad de un cambio progresista, y el fin de la corrupción y el despotismo. Su candidatura conmovió arriba y abajo: a los grupos enquistados en el poder y a los ciudadanos de a pie. Se entendió como la oportunidad de retomar el programa de la revolución y al mismo tiempo iniciar un camino indédito.  Ambas cosas hicieron de Cuauhtémoc el candidato de la esperanza de millones de personas. Los mexicanos volvieron a creer en una opción política y en una salida pacífica, institucional y ordenada frente a los desastres de las crisis de 1976 y sobre todo de 1982, misma que se había prolongado todos esos años con un elevadísimo costo social.
El fraude electoral impidió el arribo de un gobierno encabezado por la oposición, pero abrió una etapa de mayor pluralismo político y la reconstrucción de un sistema electoral que dio lugar a la alternancia, primero en los municipios y gubernaturas de varios estados, luego una mayoría opositora en la Cámara de Diputados y el triunfo en la  Ciudad de México que por primera vez elegía a un gobierno propio  y, finalmente, la presidencia de la república.
Si entre 1938 y 1968 el Estado mexicano pasa de su momento de mayor fuerza y reconocimiento a sus días de peor desempeño y mayor deslegitimación, entre 1968 y 1988 el país transita de la rebelión social a la oposición política organizada. Dicho de otra manera, se pasa del protagonismo del estado y en particular del presidente (1938), a los episodios del 68 en el que el actor central fue la movilización callejera, y luego al cisma de 1988, encabezado un candidato opositor y un proyecto de reformas dentro del marco de la legalidad. Se iniciaba, parecía entonces, una transición pacífica hacia un nuevo estadio del país.
Ello, sin embargo, no sucedió. La zaga de este relato no tiene un final feliz. La deriva del Estado fuerte y despótico terminó, pero no fue sustituida por un régimen que promoviera un mejor reparto de la riqueza y una democracia sustantiva. Los principales centros de poder fueron secuestrados por una élite tecnocrática al servicio de los grandes capitales nacionales e internacionales. El descontento popular siguió extendiéndose, pero si al principio parecía que los partidos, especialmente el PRD, serían el vehículo para convertir las demandas sociales en nuevas leyes y acciones de gobierno, la vida política pronto se degradó en un sistema de reparto y encubrimiento que cobijó la corrupción y la impunidad. La alternancia ocurrida en el año 2000 no fue el inicio de una renovación sino la puerta de entrada al desastre. Así, en este sexenio, hemos visto cómo las instituciones se han deteriorado profundamente, cooptadas por la delincuencia organizada, la arbitrariedad de los organismos de seguridad pública (denunciados repetidamente por actos de tortura y ejecuciones extrajudiciales), y la incapacidad de gobernar en amplias zonas del territorio nacional.  Su resultado inmediato ha sido una violencia extendida e imparable que amenaza cualquier expectativa de progreso y convivencia en nuestra patria. 
Si a fines del siglo XX, el paso de 1938 a 1968 y luego a 1988, con todas sus implicaciones dramáticas y sus significados múltiples, se perfilaba como una serie histórica que avizoraba mejores tiempos, el siglo XXI nos ha traído casi puras malas noticias. Se ha desmantelado en unos cuantos años casi todo lo que parecía servir de base para levantar un nuevo país.
Las elecciones de este año, 2018, tendrán que resolver esta encrucijada: ¿estaremos ante la oportunidad de una ruptura con el pasado inmediato para retomar lo mejor de nuestra historia, o ante la continuidad de estos años oscuros?

Twitter: #saulescoba



miércoles, 17 de enero de 2018

El 68 vuelto a contar
Saúl Escobar Toledo

A cincuenta años del movimiento estudiantil mexicano, el rescate de la memoria y la reflexión en torno a esos acontecimientos que sacudieron a la nación y marcaron su historia, encontrarán en este 2018 una oportunidad muy propicia.  Seguramente saldrán a la luz nuevos libros y ensayos (yo he colaborado en uno de ellos, convocado por la UNAM). Algunos, incluso, acaban de publicarse y ya están disponibles.  Es el caso del volumen de Francisco Pérez Arce, “Caramba y zamba la cosa. El 68 vuelto a contar”.
Su obra trata de recuperar las vivencias de esas jornadas de lucha, aunque no está contada en primera persona. Puede leerse como el diario de campo de un testigo y participante directo y también como las reflexiones  de un historiador sobre  un momento definitorio de la vida de México. Pero su trabajo es, quizás principalmente, un relato destinado a lectores jóvenes que algo saben del 68 pero no han leído una crónica completa, no han visto toda la película. 
El autor comienza su versión de la historia el 22 de julio, cuando dos pandillas de escuelas rivales se enfrentaron a golpes en la Plaza de la Ciudadela. Pudo haber sido, dice, un día cualquiera y un incidente sin importancia.  No lo fue porque a partir de esa fecha se desataron las grandes manifestaciones callejeras que sorprendieron al país. El libro narra los primeros días de protesta, la marcha reprimida el 26 de julio, la agresión del ejército a la Prepa ubicada en San Ildefonso, el inicio de la huelga general en todos los planteles del Politécnico y la UNAM, la caminata del Rector sobre Insurgentes, el surgimiento del Consejo Nacional de Huelga, la definición del pliego petitorio y las marchas cada vez más numerosas que siguieron durante agosto y septiembre. Cuenta, con detalles, cómo era la vida en las escuelas durante la huelga y la importancia de las brigadas para dar a conocer las razones del movimiento.
Y ¿cuáles eran ellas? Pérez Arce nos explica: “lo que era una protesta por la violencia policiaca se convirtió en otra cosa, en una protesta con un significado más profundo, difícil de explicar. Es la rebelión juvenil frente a un estado de cosas insatisfactorio, contra una visión del mundo acartonada, contra una democracia inexistente, contra el presidencialismo, contra el poder vertical inapelable, contra el influyentísimo y la corrupción, contra la simulación, contra la demagogia, contra las desigualdades sociales…”
El autor narra luego lo que llama los “días difíciles”, sobre todo después del desalojo del Zócalo a fines de agosto y la entrada del ejército a Ciudad Universitaria el 18 de septiembre y al Casco de Santo Tomás a sangre y fuego el 23, hechos que prepararon la ofensiva del gobierno que culminaría el 2 de octubre en Tlatelolco. La matanza fue “premeditada” dice Paco, “planeada desde los más altos niveles del gobierno”. Los datos y documentos que conocimos en los años posteriores no dejan lugar a dudas.
El texto hace un breve repaso de lo que sucedió luego del regreso a clases, los Comités de Lucha que se formaron en las escuelas para solidarizarse con los presos políticos y la manifestación del 10 de junio de 1971, agredida brutalmente por el grupo paramilitar Los Halcones.
Mientras hace la crónica de los hechos más importantes,  Pérez Arce va destacando otros episodios que merecen una narración especial: el movimiento de los pobladores de Topilejo; la tragedia de Canoa, Puebla ; la dramática aventura de Alcira, la poeta uruguaya, que sobrevivió a  la toma de CU; un relato muy personal del 2 de octubre (contada como un testigo presencial); algunos párrafos de los escritos de José Revueltas sobre la huelga de hambre de los presos políticos en Lecumberri. Todo ello para entender mejor el impacto de la protesta estudiantil y la atmósfera que se respiraba en esos días intensos.
Al final de su libro, Paco dedica varias páginas a lo que llama “El 68 en el mundo”. Su inventario arranca un poco antes, con la muerte del Che Guevara en Bolivia a fines de 1967 y luego pasa a recodarnos algunos sucesos que tuvieron lugar el año siguiente: la guerra de Vietnam se perfila como una gran derrota para Estados Unidos; el asesinato de Martin Luther King que avergüenza al mundo; y las rebeliones de los estudiantes en Alemania, Inglaterra y particularmente en Estados Unidos y, por supuesto, en Francia. Pero no sólo en el lado capitalista. La invasión de las tropas soviéticas en Checoslovaquia en agosto marcará también el curso de la historia de los países del llamado bloque socialista: poco más de dos décadas después, en 1989, caería el Muro de Berlín.
Carlos Fuentes, que vivió esos meses en París, escribió que “la insurrección de mayo en Francia no fue contra un gobierno determinado, sino contra el futuro determinado por la práctica de la sociedad industrial contemporánea… Asistimos a una revolución de profundas raíces morales protagonizada en primera instancia por la juventud de una nación desarrollada. Y estos jóvenes dicen que la abundancia no basta, que se trata de una abundancia mentirosa” (citado por Pérez Arce).
Un historiador liberal, Timothy Garton Ash, critica duramente, en un ensayo publicado hace unos años, la “retórica revolucionaria” de los estudiantes y los intelectuales europeos de esos tiempos, pero aun así reconoce que: “El año 1968 catalizó un profundo cambio social y cultural tanto en Europa oriental como occidental” Y concluye que “si hacemos un balance, representó un paso adelante para la emancipación humana”.
Lo mismo podría decirse del caso mexicano. Según nuestro autor, “La rebelión estudiantil no formula sus motivos más profundos, no los explica programáticamente, pero los contiene… Lo que están haciendo los estudiantes es ejercer una libertad que desconocían, es criticar lo que parecía inamovible; es el descubrimiento de la vida igualitaria… Han subvertido la vida cotidiana…”
En México, como en muchas partes del mundo, el 68 sigue vivo en la memoria. Todos o casi todos podemos coincidir en que el dos de octubre no se olvida porque el movimiento fue un triunfo moral de los estudiantes y un catalizador de grandes cambios. La “revolución hecha gobierno” sufrió una derrota política de la que ya no se recuperaría.  Poco tiempo después, en los inicios de los años setenta, se iniciaba la insurgencia popular, con los obreros a la cabeza: una gran movilización que abarcó casi todo el territorio nacional.   Abrió, igualmente, el camino para la renovación política y la construcción de un régimen con alternancia en el poder, pluralismo político y elecciones más limpias. Dio lugar a nuevas manifestaciones culturales, entre ellas, como dice Paco, al feminismo y a una mayor libertad sexual, pero también a expresiones y formas de disidencia antes desconocidas o impracticables. Una nueva oposición surgió bajo la inspiración de la rebelión del 68, misma que ya abarca varias generaciones que no han dejado de luchar contra el despotismo político, por la libertad de expresión y manifestación, y por el derecho a vivir en una sociedad democrática, con justicia y dignidad para todos. 
La historia del 68, en México y en otras partes del mundo, no se ha agotado. Todavía quedan muchas cosas por aclarar, muchos relatos que contar. Y, sobre todo, nos falta pensarlo como parte de una narración más larga. ¿Fue el momento en que finalizaba una etapa del capitalismo, la de los Estados de Bienestar, y el principio de otra que años después conoceríamos como el período neoliberal? ¿O el momento crucial que preparó la caída de algunos regímenes autoritarios y dio origen a una nueva conciencia democrática? ¿O ambas cosas? Algunos historiadores podrían decir que cincuenta años son muy pocos para sacar conclusiones. De cualquier manera, el libro de Paco Pérez Arce nos permite recordar, entender y pensar otra vez los episodios de aquel año. Y, con ello, recuperarlos para entender mejor cómo era este país, como evolucionó, cómo llegamos a este presente tan convulso, y cómo podemos transformarlo.

Twitter: #saulescoba 


miércoles, 3 de enero de 2018

Honduras: el conflicto postelectoral, el papel de Estados Unidos y posibles repercusiones en América Latina

El caso Honduras

Saúl Escobar Toledo

Las elecciones presidenciales que se llevaron a cabo en Honduras el 26 de noviembre del año pasado produjeron una grave crisis política en ese país centroamericano. Recordemos que en esos comicios se presentaron el actual presidente de la república, Orlando Hernández, por el Partido Nacional en busca de su reelección, y el de la Alianza opositora, Salvador Nasralla, que reunió a dos partidos, el PINU (Partido Innovación y Unidad Social) y LIBRE, la agrupación encabezada por Juan Manuel Zelaya, el expresidente que gobernó esa nación entre 2006 y 2009 y fue víctima de un golpe de estado.
El mismo día de la jornada, el Tribunal Supremo Electoral dio como virtual ganador a Nasralla con una diferencia de 5% pero inmediatamente después, sin ninguna razón legal, el cómputo se detuvo durante 48 horas y cuando se reanudó, la ventaja era ya para Hernández.
La Alianza rechazó esta evidente maniobra y se desataron grandes manifestaciones en varias ciudades, particularmente en Tegucigalpa y San Pedro Sula. El gobierno contestó con la imposición de un toque de queda durante la noche y la represión indiscriminada. A pesar de la protesta popular, el Tribunal declaró el triunfo de Hernández el 21 de diciembre por un margen muy estrecho. Las muestras de repudio siguieron hasta finales del año pasado y también la violencia oficial y los asesinatos de los opositores. Hasta el 28 de diciembre los organismos independientes de derechos humanos de ese país (ver www.defensoresenlinea.com) habían documentado, con nombre, apellido y fecha, 30 personas fallecidas como resultado de la acción del ejército y la policía, y casi dos mil detenidos. A pesar de ello, la oposición sigue dando la lucha: el 27 de diciembre presentó un recurso de nulidad ante el Tribunal y anunció que las movilizaciones seguirán durante este mes de enero de 2018.
De acuerdo con todos los indicios recogidos por la prensa y los observadores internacionales, se perpetró un fraude gracias al control del gobierno de los organismos electorales. Incluso un día antes de la votación, la revista “The Economist” dio a conocer una serie de grabaciones que evidenciaban que el Partido Nacional en complicidad con funcionarios públicos afines,  preparaban una operación para alterar los resultados.
Antes de la declaratoria del Tribunal, la OEA, con base en las observaciones de sus enviados, declaró que era imposible determinar un ganador y que la única salida era llamar a nuevas elecciones y reconoció la “poca calidad” del proceso. Diversas organizaciones internacionales se sumaron a la condena y la denuncia del fraude.
A pesar de ello, el 20 de diciembre, Colombia, Guatemala y desgraciadamente México reconocieron a Hernández como presidente electo incluso antes del reconocimiento formal del Departamento de Estado de Estados Unidos que lo hizo dos días después. Aunque el gobierno de Trump admitió la existencia de “inquietudes de los observadores internacionales y fuertes reacciones del pueblo hondureño”, felicitó a Hernández por su triunfo.
Ante las continuas movilizaciones callejeras y la violencia desatada por las policías y el ejército, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a fines del año,  en una declaración oficial,  manifestó que “ha documentado graves hechos de violencia, muertes, heridos y detenidos en los que estuvieron involucrados fuerzas de seguridad y el Ejército, actos de tortura en instalaciones militares y allanamientos de moradas ilegales” y cuestionó el decreto del toque de queda  y el uso ilegal y excesivo de la fuerza para disolver las manifestaciones.
El fraude y la represión masiva en Honduras ha recibido una atención menor por parte de la prensa internacional, pero es de gran importancia para América Latina y el mundo. Desde el golpe de estado contra Zelaya, en 2009, esa nación ha sido ocupado militarmente por Estados Unidos, ejerciendo una influencia decisiva en el gobierno local y en las políticas que éste instrumenta en seguridad pública y en materia económica y social. Tanto presidentes demócratas como republicanos han decidido apoyar a las administraciones extremadamente corruptas y la militarización del país.   Han sido cómplices de las acciones para aplacar la oposición política y social por medio de la fuerza. El caso ejemplar fue el asesinato, en su propia casa y a sangre fría, de Berta Cáceres en marzo de 2016.
Cáceres, de 44 años, era reconocida a nivel internacional por encabezar a su comunidad indígena lenca en contra de una presa que un consorcio, Desarrollos Energéticos, planeaba construir en sus tierras. La evidencia, según los abogados defensores del caso, apunta a una conspiración en contra de Cáceres que llevó meses de planeación y provino de los altos ejecutivos de la empresa. En el asesinato de Berta participaron, según las pruebas existentes, “numerosos agentes estatales y altos directivos de Desa en la planeación, ejecución y encubrimiento del asesinato”, dicen los abogados. “Sin embargo, el ministerio público no ha realizado imputaciones respecto de estas personas”.
La injerencia de EU en Honduras ha provocado resultados desastrosos. Sus gobernantes son extremadamente corruptos y hay una enorme cantidad de pruebas que los ligan al tráfico de drogas. Atacan sistemáticamente a la prensa independiente y agreden a todos los sectores sociales inconformes, incluyendo los trabajadores de la maquila.  El país registra una de las tasas más altas de asesinatos en el mundo. Las estrategias diseñadas por Estados Unidos, Obama no fue la excepción, para experimentar el combate al trasiego de estupefacientes por medio de la militarización ha sido una tragedia.  No sólo no ha tenido resultados positivos en este aspecto, sino que se ha multiplicado la violencia y el asesinato de civiles en ejecuciones extrajudiciales. Trump ha manifestado su interés en detener el torrente de refugiados que salen de Centroamérica para dirigirse al norte, pero con una violencia incesante, y ahora con la crisis política post electoral, es de esperar que este flujo aumente todavía más.
En resumen, el apoyo de EU a los gobiernos de esa nación aumentó la impunidad del crimen organizado y la violación masiva de los derechos humanos. En buena medida, el responsable de esta estrategia fue el General Kelly que hace años tenía a su cargo el Comando Sur del Ejército y se convirtió en amigo personal del presidente Hernández. Hoy es nada más y nada menos Jefe de Gabinete de Trump.
Estados Unidos ha insistido en apoyar estos presidentes mafiosos porque considera son leales a sus intereses en la región. En ese territorio hay una base militar que alberga a cientos de militares estadounidenses. Han preferido sostener a un régimen político que tiene a sus más de 9 millones de habitantes sumidos en el caos, la extrema violencia y la plena impunidad del narcotráfico, con tal de que sea leal y se pliegue completamente a sus dictados.
Todo lo anterior es destacable porque revela los verdaderos intereses de EU en la región latinoamericana. En 2018 habrá elecciones en nueve países. En Costa Rica (febrero), Paraguay (abril), Colombia (mayo), México (julio), Brasil (octubre) y Venezuela (probablemente a fines de año) se elegirá un nuevo presidente de la república.
EU no será indiferente a estos comicios. Si el esquema aplicado en Honduras se mantiene, apoyará a los candidatos que le garanticen lealtad absoluta, sin importar sus resultados. No importa que estén ligados con el narco, sean violadores de derechos humanos, o provoquen migraciones masivas, con tal de que pongan, como estrategia central, la militarización para controlar sus territorios y sus pueblos.
La lucha continua. La resistencia popular hondureña seguirá tratando de defender el triunfo de su candidato. La solidaridad y la denuncia internacional son indispensables para detener el fraude y la represión. Pero también para evitar que el esquema se convierta en el modelo a seguir por parte de EU y decida aplicarlo en toda América Latina en este 2018. México está en la lista.

Twitter: #saulescoba 

Publicado en El Sur 030118