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viernes, 29 de marzo de 2013

Las reformas a la ley federal del trabajo: una perspectiva histórica

Publico la presentación de un ensayo más largo que estoy revisando  sobre las leyes laborales en México. Por lo pronto aquí entrego esta parte que describe el contenido general del trabajo así como algunas reflexiones sobre el mundo laboral, la historia y la situación de los trabajadores en México.

Aquí va:


 XI COLOQUIO INTERNO
DEL ÁREA DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA

Saúl Escobar Toledo

“Las Reformas a la Ley Federal del Trabajo: Una perspectiva histórica”


PRESENTACIÓN


 El  ensayo que elaboramos para este Coloquio se propone hacer una revisión histórica de las leyes del trabajo en México desde 1917 hasta 2012. Contempla varios capítulos: en el primero, se revisan los debates del  Constituyente de 1917 y en particular la aprobación del artículo 123. En el segundo,  se analiza el periodo que corre desde 1917 hasta la aprobación de la Ley Federal del Trabajo en 1931, caracterizado por el despliegue de un activismo  sindical en prácticamente todo el territorio  nacional que tuvo como objetivo hacer realidad las disposiciones constitucionales; en  tercer lugar se estudia la coyuntura política que dio lugar a la  Ley Federal de Trabajo así como al análisis de  su contenido que, desde nuestro punto de vista se caracteriza por un fuerte intervencionismo estatal en la vida de los sindicatos y en la regulación de las relaciones obrero – patronales ( orientación que ha recibido el nombre de  carácter “tutelar”[1]); el  cuarto capítulo se refiere al análisis de la Ley del Seguro Social de 1943, considerando que esta ley inaugura un periodo  de varias décadas caracterizado por una política laboral no sólo tutelar sino también de protección social,  similar a la que caracterizará en varias partes del mundo el llamado Estado de Bienestar; en quinto lugar se analizan las reformas a la Ley que se realizaron entre 1970 y 1980, subrayando, sobre todo, en las primeras, la acentuación de su contenido social, que encarnó claramente en la creación del INFONAVIT;   y, finalmente, en sexto lugar se analizan las reformas aprobadas en 2012 tomando sus antecedentes desde 1989 y las reformas a la Ley de  pensiones de 1995. Con ello se intenta destacar que el cambio en las políticas laborales, aunque culminó legalmente apenas el año pasado, se inició en realidad hace más de 20 años.

Dado el contenido de este trabajo, parece válido preguntarse sobre la pertinencia de un estudio como el que se acaba de describir.  ¿Qué nos puede decir la evolución de las normas laborales, del marco jurídico que rige a las relaciones de trabajo y a los sindicatos? ¿Qué podemos ver en esta historia?

Un enfoque, que podríamos llamar tradicional,  y que encontramos en diversos libros de historia del siglo XX, consiste  en estudiar estos cambios jurídicos como  episodios nacionales que se deben registrar como parte de una historia política más amplia. Visto así, bastaría con señalar quienes fueron los  proponentes  de las leyes y a sus opositores, señalando los beneficios o perjuicios de esas disposiciones sobre los actores sociales, principalmente los patrones y los trabajadores.

Por otro lado, hay quien podría pensar que no importan mucho los cambios en las leyes sino la realidad del mundo del trabajo: el comportamiento de los salarios y el empleo;  el control sobre los sindicatos o su movilización contra el gobierno en turno; las condiciones que se dan en los centros de trabajo, más allá de lo que dicta la ley. Es decir que si se quiere analizar la historia del mundo del trabajo o del movimiento obrero hay que ir a la realidad de los hechos, a los datos duros. Los cambios jurídicos serían un aspecto secundario y hasta prescindible.

Desde nuestro punto de vista, sin embargo,  lo que podemos ver en esta historia es algo más profundo y más interesante que un relato que simplemente tome en cuenta y enumere los artículos y disposiciones jurídicas aprobadas en tal o cual momento de la historia del siglo XX mexicano. 

Bajo nuestro enfoque, nuestra mirada, como nos convoca este Coloquio, en primer lugar, habrá que tomar en cuenta que las leyes del trabajo, a diferencia de otros cuerpos jurídicos como los de carácter penal o civil, reflejan los intereses de cuerpos organizados de la sociedad, en particular  los sindicatos y los patrones. Ninguna legislación  sobre el trabajo, y México no es una excepción, se ha hecho sin que se expusiera la opinión, la influencia y el sentir de alguno de estos o de ambos  actores, independientemente de si esas opiniones fueron tomadas en cuenta o no.  En estos debates, lo que cada uno de los participantes propone es, por lo general,  opuesto a los intereses del otro. Esto es transparente en el caso de los llamados derechos individuales de los trabajadores y casi siempre en el derecho colectivo, aunque  en este caso, no tanto como veremos más adelante

En entendemos por derechos individuales aquellos  que norman las relaciones que emanan de la relación de trabajo entre un trabajador y su empleador, es decir,  tienen que ver con las condiciones de trabajo de cada obrero en el centro laboral: horas que dura  la jornada, pago del séptimo día, vacaciones, aguinaldo, etc.

Por derechos colectivos nos referimos al “conjunto de normas jurídicas que regulan las relaciones entre patronos y trabajadores no de modo individual, sino en atención a los intereses comunes a todos ellos”. Es decir,  se refiere a  cómo se negocian esas condiciones de trabajo: principalmente el derecho a la indicalización, a la huelga y a la contratación colectiva.  En estos casos las posiciones no son tan claras porque, en diversas ocasiones,  alguno de los actores, los sindicatos o los patrones  han apoyado la intervención o la regulación estatal en diferentes grados..


Por ello, las legislaciones sobre el trabajo son un momento de confrontación de clases. Una medición de fuerzas que revela de alguna manera el poder social y político de ambos actores. Lo interesante es que, en un sentido amplio, esta fuerza no es sólo de carácter cuantitativo. Así, el poder  de los trabajadores no se ha  limitado o no ha  dependido  solamente del  número de  sindicatos existentes y  de que tan numerosos sean, sino sobre todo a su influencia en el conjunto de la sociedad, a  la validez de sus demandas y reivindicaciones. Ha habido, en cada momento histórico  una especie de fuerza hegemónica en el sentido gramsciano[2]  que refleja las aspiraciones de la sociedad y de los actores políticos  en un momento dado y que explican los cambios legales que se realizaron.

Por ejemplo, todavía sorprende la obra del Constituyente de 1917. Los delegados reunidos en Querétaro crearon, con el 123, un aparato legal que no tenía parangón con otro país y que se ha considerado el más avanzado del mundo en ese momento. A tal punto que cuando se creó la OIT, dos años después, en 1919, sus postulados fueron todavía inferiores a la que dispusieron los constituyentes mexicano. Sin embargo,   en 1917 el sindicalismo mexicano era relativamente pequeño y disperso, mientras que la oposición al reformismo obrero estaba en todas los grupos beligerantes tanto constitucionalistas como convencionistas, con excepción del zapatismo.  A pesar de esta oposición, dentro de las filas revolucionarias,  y de esa debilidad sindical,  la causa de los trabajadores asalariados  logró imponerse.  Ello quizás pueda explicarse porque la revolución armada no sólo hizo caer el estado porfiriano sino también las ideas que lo sustentaban, el liberalismo. Con ello, se abrió un debate sobre los nuevos paradigmas que sustentarían el próximo estado revolucionario.  En este debate, la reivindicación de los oprimidos  no sólo podía reducirse a las aspiraciones de los campesinos y tenía que incluir a los trabajadores asalariados, a los obreros. Por ello, como lo muestran los debates del Constituyente de 1917 y la Convención de Aguascalientes, las reservas sobre los derechos laborales fueron derrotadas en asambleas en las que los defensores de la causa obrera eran un grupo bastante reducido mientras que la mayoría de los delegados carecían de militancia sindical  y de un conocimiento del tema a fondo. Al final, sin embargo, el 123 se aprobó por unanimidad.  Es un caso interesante de cómo una pequeña minoría se vuelve una mayoría abrumadora en un tiempo muy corto.

Es decir, las leyes del trabajo, reflejan más que otros rubros del derecho, el sentir de una sociedad, las ideas predominantes en un momento dado,   en torno a temas como el papel del estado, la justicia social o el tipo de sociedad de mercado al que se aspira.

Pero las leyes y su aprobación o rechazo también revelan, de manera coyuntural, las relaciones de los actores con las fuerzas políticas, principalmente los partidos políticos,  (aunque hasta 1917 se trató de facciones armadas que jugaron el papel de partidos políticos) y el Estado.

Llama la atención, por ejemplo,  que en 1931, la clase política mexicana se encontrara  muy fracturada por el asesinato de Obregón, acaecido 3 años antes. Y que los presidentes en turno fueran particularmente débiles frente al poder real, el del Jefe Máximo. Aún así y con la crisis mundial ya encima de nuestro país, se decidió forzar la aprobación del la ley reglamentaria del 123, la Ley Federal del Trabajo (LFT).  En 1931, además,  el sindicalismo mexicano era mucho más poderoso que en 1917. Aun bajo estas condiciones, los trabajadores perdieron una  batalla fundamental con la aprobación de la LFT  que dejó el control de los sindicatos en manos del Estado y en particular del gobierno en turno. Esto sucedió con la oposición expresa y declarada de todo el sindicalismo (cromistas, lombardistas y comunistas)  pero fue posible porque en ese momento, no hubo ningún partido o facción  política en el gobierno que se opusiera a este proyecto,  ni un sindicalismo suficientemente unido que pudiera detenerlo.  Por su parte, el cierre de filas  de la clase política en 1931, en torno a la LFT, se debe a que habían adoptado ya, como propio, un proyecto nacional basado en la construcción  de un Estado fuerte e intervencionista y en la conciliación de clases. Es así como logran imponer tanto a los sindicatos como a los patrones una proyecto de ley que reconoce muchos de los derechos individuales del 123 pero al mismo tiempo significó un fuerte control gubernamental en torno al reconocimiento y registro de los sindicatos y los contratos colectivos.  Con la reglamentación de las Juntas de Conciliación y Arbitraje, por otro lado, se sentaron  las bases de un régimen corporativo. No es sorprendente que dicho andamiaje legal haya tenido, declaradamente, muchas coincidencias con el modelo italiano fascista, la Carta Labore de Mussolinni, de 1928[3].


Así  pues, la historia de estos episodios legislativos demuestran que las disputa por la  leyes del trabajo no son materia residual de una historia política sino que revelan la fuerza hegemónica de los actores sociales, fundamentalmente los trabajadores y los empresarios, pero también las ideas dominantes que existían en el  conjunto de la sociedad,  y en la mente de quienes en ese momento controlan el Estado y los partidos. Las leyes del trabajo son pues piezas centrales de esos proyectos ideológicos y políticos. 

En segundo lugar, está claro que las leyes laborales  pretenden normar la realidad pero esa pretensión no depende, como en otros cuerpos jurídicos, sólo de la fuerza del estado.  En este caso, la implementación de las leyes depende de la capacidad de los trabajadores para hacerlos valer en los centros de trabajo. Lo que muestra esta historia es que sin su participación las leyes valen muy poco. Esta participación puede darse a nivel individual o de manera desorganizada pero siempre ha resultado más efectiva, en México y en el mundo, a través de los sindicatos. Una fuerza sindical débil se traduce en  una vigencia de la ley laboral muy precaria. 

Así, tenemos que la aprobación del Constituyente del 123 dio lugar a que entre ese año y 1931,  las disposiciones jurídicas  aprobadas en Querétaro, se aplicaran aun sin la ley reglamentaria correspondiente, gracias a la acción de los sindicatos, y no por la convicción de los empresarios o la fuerza del estado. Las empresas mexicanas fueron en esos años un campo de lucha donde lo que se dirimía era hacer realidad los preceptos jurídicos constitucionales. De ahí surgieron dos tendencias sindicales fundamentales: los que se apoyaron en las facciones de los grupos políticos y el Estado, como la CROM, o quienes decidieron  la acción directa, sin la mediación de los políticos ni la política, como la CGT.   Pero ambas tuvieron como principal objetivo de lucha la contratación colectiva para implementar los postulados del 123.


 Más importante todavía,  muchas de las reformas a la ley de 2012 que se refieren a la flexibilización del trabajo y al outsourcing o intermediación laboral,  ya eran una práctica común en el medio laboral mexicano por lo menos dos décadas atrás, resultado de un modelo económico impuesto desde 1988 pero también de un sindicalismo que comenzó a debilitarse políticamente un poco antes, desde 1983, y que con el tiempo se convirtió en un sindicalismo de protección que encubrió estas violaciones a la ley.


En otras palabras, en el caso de las leyes del trabajo, la distancia entre la realidad y el marco jurídico es un indicador de la capacidad política y organizativa de los sindicatos.

En tercer lugar, las leyes del trabajo tienen siempre un doble significado: son beneficiosas para los trabajadores porque contienen  derechos que los favorecen, como la jornada diaria de ocho horas. Pero son también un pacto entre patrones y trabajadores para regular la concordia en el centro de trabajo y la paz social. Los trabajadores se supone que no pueden aspirar a nada menos que lo que está en la ley pero no pueden  transgredirla en sus fundamentos: el reconocimiento del patrón como dueño y administrador de los medios de producción. Por ello las leyes del trabajo parten del reconocimiento de que los trabajadores  deben  trabajar  para proporcionar  utilidades a su empleador.  Reconocen y aceptan los fundamentos de un sistema capitalista. Ninguna ley del trabajo contendrá la disposición de que los trabajadores pueden apropiarse de las empresas, dirigirlas en sustitución del patrón  o repartirse las ganancias como deseen. En otras palabras, la ley y más precisamente el contrato de trabajo, es un pacto entre patrones y trabajadores que garantiza y da cobertura a la colaboración mutua y a la concordia entre dos clases que se suponen antagónicas.

A cambio de este pacto,  las leyes del trabajo son una expresión del perfil redistributivo de la sociedad, principalmente entre los trabajadores y los patrones en un momento determinado de su historia. Este perfil puede ser, y ha sido,  favorable al trabajo o por el contrario, al capital. Así entre 1943 y 1980 el derecho laboral mexicano expresó  no sólo una inspiración tutelar y con una gran intervencionismo estatal sino también un perfil social, con una claro fin  redistributivo hacia el trabajo. Este perfil se reflejaba más claramente en los contratos colectivos pero la ley sin duda facilitaba esta función, congruente con un modelo que en ese entonces dominaba el mundo occidental,  la idea del Estado benefactor.

En cambio el espíritu predominante de todas las reformas recientes en América Latina, Europa y los Estados Unidos, desde los años ochenta,  ha consistido en  tratado de desmantelar el estado benefactor y redistribuir el ingreso en un sentido contrario, del trabajo hacia el capital. . No lo han logrado del todo ni ha sido una historia lineal, pero el retroceso  en las condiciones de vida y de trabajo han sido evidentes.

En cuarto lugar, las legislaciones del trabajo, en la parte que se refieren a los derechos colectivos, el derecho de asociación, de contratación  y de huelga, también son una buena muestra de la calidad democrática de esos países. Por ejemplo en México las reformas de 2012 se atoraron precisamente en los artículos que tenían que ver con la democracia y la transparencia sindical, y la contratación colectiva, aunque el derecho de huelga permaneció intocado.

Mucho se ha dicho que la transición a la democracia en nuestro país no pasó por los sindicatos.  En el plano jurídico ello es estrictamente cierto pues en lo que toca a  la regulación de los sindicatos,  la ley es básicamente la misma desde 1931, a pesar de cambios cosméticos  de 2012. Los sindicatos, en su mayoría, son organizaciones opacas y antidemocráticas. Pero la ley ha jugado un papel en este asunto. De un lado manteniendo el reconocimiento de las directivas por el gobierno, y por otro, sin que se haya normado la rendición de cuentas por parte de estos líderes como fue el objetivo de los artículos apoyados por el PAN y el PRD pero votados mayoritariamente en contra por el PRI y sus aliados en el reforma del 2012.

Si en el pasado, la ley daba cobertura a un sistema  político autoritario de partido único que se apoyaba en un cuerpo corporativo basado en los sindicatos para monopolizar el poder y excluir a las oposiciones sociales y políticas, ahora esa misma ley protege a un sistema político distinto, con democracia electoral y alternancia en el poder,  que sin embargo sigue exigiendo el control vertical de los sindicatos. ¿Por qué? Porque la transición mexicana fue una transición acotada bajo los parámetros del modelo de la democracia liberal, es decir para garantizar que las elecciones permitieran la alternancia en el poder, pero no se propuso una reestructuración del Estado, no hubo una reforma del sistema político[4]. Por eso, entre otras cosas, la transición no dio lugar a una nueva Constitución como sucedió en otras partes del mundo. Bajo este esquema, el modelo laboral, basado fundamentalmente en el control del Estado sobre los sindicatos, se mantuvo inalterado.

En fin, que el análisis de las leyes del trabajo son una especie de extracción del tejido político muy útil para someterse a una biopsia. Pueden indicarnos si se trata de un tejido más o menos sano, desde el punto de vista de la democracia,  o existe algún tumor que afecta su desarrollo. En México, sin duda, el este tumor  existe.  La transición democrática en el mundo del trabajo nunca existió y ello a su vez demuestra que esta transición se quedó bloqueada, reducida a un cambio de partidos en el gobierno.

Por otro lado, como ya se indicó, la distancia entre la ley y la realidad es un elemento importante. Decíamos que revela la fuerza de la militancia sindical. Pero también puede revelar la vocación ideológica y política del Estado.

Se ha dicho que en México, la distancia entre la ley y la realidad parte de una vertiente filosófica, porque las leyes no se elaboran para cumplirse sino que son como una carta de intención de lo que se desea, de las aspiraciones o ideales de una sociedad. Es el caso de las reformas de 1978, particularmente de la adición al 123  que  convirtió  el “derecho a un trabajo digno y socialmente útil” en una mandato constitucional, no tanto porque se pensaba que México se convertiría en la primera sociedad del mundo capitalista que pudiera garantizar un empleo a todos los mexicanos,  sino porque así lo mandaban los ideales revolucionarios que, por cierto, se extinguirían a partir de la crisis de 1982.

Pero en el caso de las leyes del trabajo, hay algo más,  esa distancia puede revelar un fenómeno contemporáneo: la ausencia del estado y la simulación jurídica. En el pasado,  durante los años del desarrollo estabilizador,  cuando crecía el empleo y el salario real, hubo una presencia del estado que si bien no abarcaba toda la realidad laboral se concentraba en su núcleo más moderno. La simulación se daba en la presunción de que los sindicatos respetaban la ley y se toleraba la corrupción y la antidemocracia sindical, a cambio de una administración eficaz y sin conflictos. Pero el estado no estaba ausente, al contrario, garantizaba activamente esa administración y la persistencia de la concordia en los centros de trabajo mediante una aplicación discrecional pero activa de la ley. 

Pero después, a partir de los años del neoliberalismo y la firma del TLC de América del Norte,   las cosas cambiaron. El cumplimiento de la ley se consideró una tarea no  sólo imposible sino contraria a la realidad y al interés nacional. Era una ley obsoleta y por lo tanto inaplicable, se aseguraba. Por supuesto, ello no podía aceptarse públicamente por lo que desde el gobierno se fomentó la simulación. A partir de entonces, los actores sociales, los sindicatos y los patrones, fingen acatar la ley y el gobierno hace como que vigila su cumplimiento.   Ello a su vez provocó una ausencia cada vez mayor del estado en las relaciones laborales.

Sin embargo, hay que precisar que en la mayoría de las empresas no se cumple la ley, sobre todo en materia de derechos individuales. En el caso de las disposiciones sobre los derechos colectivos, el estado  sigue manteniendo el control sobre el registro y vigencia de los sindicatos, con base en la ley aunque no cumpliéndola estrictamente sino de manera casuística, según de quien se trate. Lo mismo sucede con el derecho a la contratación colectiva, la cual también depende de las decisiones políticas  del gobierno, no de lo que estipula estrictamente la ley.

Esta mezcla de ausencia del estado en las relaciones laborales y  el control evidente del gobierno sobre los sindicatos y la contratación,  han producido un gran desorden laboral. Este desorden, por lo menos en México, no sólo revela que en los hechos impera el fuerte sobre el débil, generalmente el patrón sobre el trabajador. La corrupción ha dado lugar a la  simulación sindical y ésta a los contratos de protección. El resultado de todo ello es la existencia de un estado fallido. No se trata solo de que no se cumple la ley. Es que simplemente hay una ficción que trata de ocultar una realidad: en México, en las relaciones laborales, no hay gobierno.

No es el caso por cierto de otros países de América Latina donde puede haber leyes flexibles sobre contratación o despido de los trabajadores, o sindicatos que cuentan con la simpatía o antipatía de los gobiernos y partidos políticos. Sin embargo, por lo menos en Brasil, Argentina y Chile, hay muchos sindicatos de verdad, de carne y hueso, y hay un Estado que  vigila y sanciona el cumplimiento de la ley, sobre todo mediante la inspección del trabajo y los tribunales correspondientes.

En resumen, en México, la libertad de los mercados, en este caso la flexibilidad del mercado de trabajo, se ha traducido en un Estado fallido en el medio laboral. No es la única dimensión de este Estado ausente pero aquí también esta falta  se ha llenado con una simulación jurídica, los contratos de protección,  y con bandas criminales organizadas que bajo esa simulación operan como sindicatos dedicados a administrar los contratos.

Las mafias sindicales que antes controlaban los sindicatos, apoyados por el gobierno, pasaron de ser actores políticos a convertirse en grupos fantasmas que operan en las sombras. Hoy, los principales administradores de los contratos de protección son casi totalmente desconocidos.

Esta situación contrasta notablemente con la parte visible del sindicalismo mexicano formada por las grandes organizaciones gremiales como el SNTE y el Sindicato petrolero. En este caso, lo que sobresale es la corrupción de los líderes y la dilapidación de recursos públicos. Ocasionalmente, esta parte conocida se completa por las luchas de grupos y organizaciones sociales independientes que se oponen a esos líderes o a los contratos de protección. Sin embargo, la enorme mayoría de los trabajadores mexicanos está sujeta a los sindicatos fantasma.

Al principio, entre 1917 y hasta los años cuarentas, las relaciones laborales fueron el escenario de la confrontación entre sindicatos (con trabajadores militantes)  y empleadores. Posteriormente, con la LFT de 1931, este escenario fue cambiando debido a una intervención cada vez más directa y activa del Estado. En sus mejores momentos, entre los años cincuenta y los años ochenta, el medio laboral estaba controlado por una patronal más bien pasiva, un sindicalismo protagónico en la escena política, y un estado garante del orden social y de una administración de las relaciones laborales que tenía como fin una mayor redistribución del ingreso y el control político de las relaciones laborales para garantizar la estabilidad social.  Con el neoliberalismo, la escena laboral está casi vacía. No hay sindicatos, no hay gobierno, y los empleadores pueden ahora decidirlo casi todo.

Hay finalmente una última razón para analizar las relaciones laborales desde una perspectiva histórica y que reside justamente en lo que se ha llamado la idea de la historia. La corriente dominante desde hace varias décadas, el mainstream, en la academia, los intelectuales opinadores y los medios de comunicación, han impulsado la idea de que el mundo avanzaba por la senda del libre mercado, la globalización y la democracia liberal. Lo llamaron  el fin de la historia, en el sentido hegeliano, es decir que no existe ni teórica ni prácticamente otro tipo de sociedad mejor que ésta, tesis   expuesta por Fukuyama[5], o la democracia sin adjetivos de Krauze[6], o el mundo plano de Friedman[7]. En este esquema de la historia, el socialismo ha sido derrotado como idea, como sujeto y como proyecto. No hay por lo tanto ningún otra alternativa, ni filosófica, ni política, ni social, que se oponga al libre mercado y a la democracia liberal. Lo que hay son supervivencias del pasado populista, resistencias culturales,  que no ofrecen ninguna opción de cambio sino que, por el contrario, representan un obstáculo a la modernización. 

En este paradigma triunfante y sin rivales, los mercados tienen que funcionar sin regulaciones o con las menores regulaciones posibles, incluyendo el mercado de trabajo. De igual manera, las relaciones laborales tienen que adaptarse a la globalización o  los empleos serán inevitablemente borrados por la competencia y la falta de productividad. Finalmente, los sindicatos, una especie de resabio del pasado, que sólo defienden intereses obsoletos y corporativos, deben desaparecer o por lo menos ser reducidos al máximo como fuerza política y desde luego, de la negociación laboral.

Por ello, la flexibilización del trabajo es un planteamiento indispensable. La idea de que la flexibilización es necesaria para crear más empleos, es una idea que en el fondo dice que hay que facilitar los despidos y la destrucción de empleos, para crear otros nuevos, peor pagados. Es una idea en el fondo ilógica e incongruente y que no se sustenta en la realidad. Según la experiencia internacional,  el número de empleos que se recuperan son muy inferiores a los que se pierden,  y son además precarios, en peores condiciones. Pero es una idea muy fuerte que parece que no tiene respuesta, aparece como  una verdad irrebatible.

Cuestionar esta idea implica no sólo poner a prueba una política laboral, sino también cuestionar el modelo económico y pensar en uno alternativo: un modelo que tenga como meta el crecimiento de  empleos dignos (más adelante se verá que quiere decir esto). Bajo este esquema, la ocupación y el salario pueden conducir al desarrollo y a una nueva inserción en la globalización. En lugar de bajar salarios y desregular las leyes laborales, hay que aumentar los salarios, mejorar prestaciones y reponer muchas, a lo mejor no todas, las condiciones que permitían la estabilidad en el empleo. Este esquema ha tenido éxito en Brasil. Las reformas a las leyes del trabajo que buscan la flexibilización son parte de un modelo más amplio, basado en mercados desregulados no sólo  en la contratación de la mano de obra sino también de mercancías y capitales. 

Por el otro lado, la democracia liberal exige, según los ideólogos del fin de la historia,  un sindicalismo de muy bajo perfil para evitar el corporativismo, los poderes fácticos, la corrupción, y sobre todo, una distorsión sobre el sistema electoral que permita la alternancia y la competencia electoral. Los sindicatos no encajan en este esquema político.  Son cuerpos extraños, remanentes del pasado.

Desde luego, hay una deliberada confusión entre la institución y los actores, el sindicato y sus dirigentes, una confusión que no se acepta en el caso de la democracia liberal y sus actores: los partidos y los gobiernos electos con el voto popular. Ningún pensador del mainstream ha propuesto la suspensión de las elecciones o la disolución del régimen de partidos a pesar de la corrupción o los errores de los dirigentes de los gobiernos y de los partidos. En este último caso, se trata de un costo o desviación que no demerita el sistema ni la idea de la democracia liberal. Pero en el caso de los sindicatos, la corrupción y los malos líderes son presentados como prueba de que éstos deben ser reducidos a su mínima expresión y que estas instituciones no son ya funcionales ni modernas.

Un ejemplo de este debate se dio por ejemplo en el caso del SME, donde los trabajadores pasaron de víctimas a culpables. El SME era, según el gobierno y un sector de intelectuales,  el responsable de que la empresa funcionara mal, la defensa del contrato colectivo era una muestra evidente de la obsolescencia de las relaciones laborales y de lo perjudicial que resulta un sindicato que defiende ese contrato. Los trabajadores merecían se despedidos, “nos costaban mucho a todos”,  y el sindicato debería desaparecer.

La pregunta es entonces si puede haber, teórica y prácticamente un sistema político basado en una democracia que no sea sólo representativa, es  decir liberal, sin adjetivos. Un sistema que incluya organismos intermedios o de representación popular más allá de los partidos y de las elecciones. Estos organismos pueden ser muy diversos: asociaciones civiles o ciudadanos, pero también sindicatos.

 En la historia del siglo XX los sindicatos han tenido una historia marcada por distintas etapas: a principios del siglo XX  fueron instrumentos de lucha eficaces para presionar, conquistar y garantizar nuevos derechos laborales. Fueron también instrumento de lucha política tanto electoral como  insurreccional en distintos países del mundo. En Alemania, por ejemplo, quizás el ejemplo más dramático, estas dos tendencias se enfrentaron violentamente: mientras la socialdemocracia  gobernaba,  Rosa Luxemburgo y la izquierda (que desde entonces empezó a llamarse)  comunista trató  de organizar una huelga general con los sindicatos. La represión del gobierno acabó con la vida de  Rosa y prácticamente  liquidó al sindicalismo revolucionario. En razón de ello y  a la influencia de la revolución rusa, la división del  sindicalismo y de la izquierda  se prolongó durante varis décadas.

 Después de la segunda guerra mundial, los sindicatos demostraran ser funcionales con las economías de mercado y los sistemas políticos democráticos. Fueron la base del estado del Bienestar y  un contrapeso necesario a las políticas públicas. Hay que reconocer sin embargo, que  el poder ganado los llevó a un crecimiento burocrático a veces descomunal,  a la corrupción de sus cuerpos dirigentes y a excesos de todo tipo. Esta experiencia se presentó en casi todo el mundo capitalista, en países desarrollados y en desarrollo.

En los últimos años, sin embargo, los sindicatos han sido excluidos, combatidos,  reprimidos y alejados del poder político. Fue el caso de los gobiernos de Thatcher en Inglaterra pero también en el Chile de Pinochet, para mencionar los más representativos. En México pasaron de jugar un papel protagónico en un marco político autoritario, a convertirse, salvo excepciones muy destacables, en figuras de un juego de simulación. 

En la ley, el derecho a la organización de los trabajadores, la formación de sindicatos como organismos de defensa de sus intereses gremiales o profesionales, fueron reconocidos gradualmente desde los últimos años del siglo XIX en Europa y luego durante las primeras décadas del XX en América Latina. México fue, con el 123 de 1917, de los primeros países en reconocer plenamente este derecho a la organización sindical.

Posteriormente, se dictaron nuevas leyes que regularon ese derecho, así como el de la contratación colectiva y la huelga, mediante una fuerte intervención del estado, sobre todo en América Latina. En los últimos años, las reformas a la ley, que flexibilizaron el mercado de trabajo, han cambiado poco la reglamentación que rige a los sindicatos y más bien se han abocado a restringir la huelga y los términos de la contratación colectiva. En América Latina, según, Cook[8], esta reglamentación ha sido diversa. En algunos casos incluso ha restituido derechos colectivos perdidos anteriormente. En México, las reformas a la ley no han tocado realmente ninguno de estos derechos, incluyendo la reforma del 2012.

Sin embargo, la flexibilidad adoptada en las leyes ha debilitado a las organizaciones sindicales. Empleos cada vez más inseguros, temporales y precarios restan fuerza a la organización sindical provocando una crisis de la representación sindical en casi todo el mundo manifestada en una baja afiliación, poca fuerza en la gestión de las relaciones laborales y una marginación política muy notable.

Por ello, a partir de la crisis mundial de 2008-9, en Europa los sindicatos realmente existentes, se han convertido en base de movimientos contestatarios, con formas de lucha apoyados en la movilización callejera y las huelgas, y divorciados casi por completo de sus viejos aliados políticos, los partidos socialdemócratas.

Y es que un nuevo modelo económico basado en un modelo laboral alternativo al neoliberal requiere de un sindicalismo fuerte, actuante, que recupere su capacidad de acción y de negociación tanto en los centros de trabajo como en las instituciones del estado.

Ello se opone al modelo de democracia liberal que pregona el fin de la historia. Por ello, el debate sobre el sindicalismo va más allá de sus tendencias burocráticas y tiene que ver más bien con la idea de una democracia basada en organizaciones sociales fuertes y protagónicas frente a las instituciones del estado y los partidos políticos.

Si ambas cosas, la existencia de una economía de mercado con relaciones laborales reguladas, y una democracia política con sindicatos y organismos populares fuertes, es posible, la idea de la historia cambia también. No hemos llegado al fin de la historia, ni es suficiente una democracia sin adjetivos. Podemos aspirar a una historia distinta.

Según esta concepción alternativa, el sustento de la historia no estaría dado por su evolución lineal hacia el progreso, pero tampoco  el socialismo o la globalización (con mercados desregulados y democracias liberales),  sino por la búsqueda de un camino más incierto pero más abierto a la imaginación.

Una idea de la historia que reconoce avances y retrocesos pero basada en un conjunto de aspiraciones ligados a la justicia, la igualdad, el respeto y la tolerancia.

A pesar de todo, los organismos internacionales han avanzado en la definición de estas metas no sólo como aspiraciones legítimas de la humanidad sino como derechos universales exigibles, medibles e indispensables en las políticas públicas. Ejemplos de ello son las metas del milenio definidas por  las Naciones Unidas pero también la definición de trabajo digno o decente de la OIT.

Según esta organización internacional, “El trabajo decente resume las aspiraciones de los individuos en lo que concierne a sus vidas laborales, e implica oportunidades de obtener un trabajo productivo con una remuneración justa, seguridad en el lugar de trabajo y protección social para las familias, mejores perspectivas para el desarrollo personal y la integración social, libertad para que los individuos manifiesten sus preocupaciones, se organicen y participen en la toma de aquellas decisiones que afectan a sus vidas, así como la igualdad de oportunidades y de trato para mujeres y hombres.”

Más claramente, “la noción de «trabajo decente», dada a conocer por vez primera con estas palabras en la Memoria del Director General a la 87.ª reunión de la Conferencia Internacional del Trabajo, celebrada en 1999, expresa los vastos y variados asuntos relacionados hoy día con el trabajo y los resume en palabras que todo el mundo puede reconocer”…. Básicamente, cuatro elementos: “el empleo, la protección social, los derechos de los trabajadores y el diálogo social” (Revista Internacional del Trabajo, vol. 122, no.2, 2003)

Podría decirse que se  trata de cosas sencillas. Los elementos más rudimentarios de un programa político. Pero lo sorprendente es que en la  realidad del mundo actual resultan  incompatibles con los mercados desregulados y la democracia liberal. Marcan los fundamentos de una sociedad alternativa y son incompatibles con el pensamiento único del mainstream.

Es por eso que el debate sobre las leyes laborales adquiere una importancia tan notable. No está en juego sólo un conjunto de normas que pueden tener una relevancia política coyuntural en la historia de una nación,  sino un modelo de sociedad que está en  disputa a nivel global.

 25 de febrero de 2013
(fin de la presentación)


[1] Este principio alude a la función  esencial que cumple el ordenamiento jurídico laboral al establecer un amparo preferente a la parte trabajadora, que se manifiesta en un desigual  tratamiento normativo de los sujetos de la relación de trabajo asalariado que regula, a favor o en beneficio del trabajador.
[2] Cf. Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, en Juan Carlos Portantiero, Los usos de Gramsci- Escritos Políticos (1917-1933), Cuadernos de Pasado y Presente no. 54, México, 1977, esp. Pp. 57 y pp. 327 y sigs.
[3] Cf. Néstro de Buen, “El sistema laboral mexicano”, Instituto de Investigaciones Jurídicas-UNAM, p. 131.
[4] No se modificó legalmente el régimen político presidencialista, ni el federalismo mexicano, ni el régimen municipal;  en otros planos,  como el sistema judicial, éste sólo se transformó parcialmente.
[5] “The end of history and the last man”( Free Press, Nueva York, 1992)
[6] “Por una democracia sin adjetivos” (1986) ed. Joaquín Mortiz-Planeta
[7] “The world is flat, a brief history of the twenty-first centruy”, Farrar, Strauss and Giroux, 2005.
[8]Maria Lorena Cook:” The politics of labor reform in Latin America : between flexibility and rights”
The Pennsylvania State university Press, University Park, PA, 2007

viernes, 8 de marzo de 2013

¿A dónde va la historia ?


COMENTARIOS AL LIBRO DE ENRIQUE FLORESCANO: LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA HISTORIA. FCE, MÉXICO, 2012

¿A dónde va la historia?

Saúl Escobar Toledo

Dirección de Estudios Históricos, INAH, 5 de marzo de 2013

El libro de Enrique Florescano es un recuento erudito de diversos problemas, todos ellos muy importantes, que enfrenta el historiador. Es una reflexión profunda sobre el quehacer de aquellos que hurgan en el pasado. Me gustaría hacer un breve comentario, no sobre todos esos problemas, sino apenas sobre uno o dos de ellos.
Al principio de su libro Florescano plantea que
“El tiempo de la historia es un tiempo construido, un concepto que tardó muchos años en ser aceptado bajo los rasgos que hoy lo distinguen…” (30)
No hay historia si no hay una concepción del tiempo. Historiar quiere decir fechar, convertir al tiempo en un parámetro, una unidad de medida que se transporta a los hechos reales que se vuelven así en historia. Pero esta idea histórica del tiempo no ha sido siempre la misma ni ha sido la idea dominante.
Dice Florescano: “Durante largo tiempo el transcurrir temporal no tuvo fechas ni periodos que distinguieran un momento o época de otro…”. Y ello era así porque esta idea del tiempo provenía de unja visión religiosa, de la idea de que Dios guiaba los destinos humanos. Según Momigliano, citado en el libro de EFC, “Una sucesión de acontecimientos representaba y significaba la continua intervención de Dios en el mundo que él mismo había creado” (31)
John Gray, un pensador inglés y profesor de la London School of Economics (al que no ha que confundir con su homónimo norteamericano autor de un best-seller, convertido en obra de teatro y próximamente de una película con el mismo nombre: “Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus) ha publicado varios libros, entre ellos, “Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global”, de 1998 (la edición en español es de Paidós, del año 2000). Publicó también, hace unos años, en 2007, “Black Mass: Apocalyptic Religion and the Death of Utopia” (Penguin Books, Londres, 2008). Un libro provocador que plantea que la política moderna es sólo un capítulo de la historia de la religión. Según Gray, la concepción cristiana, basada en la creencia de la redención del hombre al final de los tiempos, se encuentra en la raíz de todo el pensamiento político desde la Ilustración, incluyendo al marxismo y a la nueva derecha neoliberal. Todas estas doctrinas apuntan en la misma dirección: todas plantean una historia lineal que conduce a una utopía que, aunque con distintos nombres, es básicamente la misma: la salvación del hombre o de la humanidad.
Un poco en esta misma dirección, Florescano plantea que “esta concepción cristiana del tiempo fue radicalmente alterada cuando se impuso la noción secular del transcurrir histórico y la idea del progreso terrenal sustituyó a la de salvación en el más allá… Surgió entonces la concepción de un tiempo lineal progresivo, dirigido hacia el futuro y dividido en periodos. Más tarde, a partir del siglo XVIII los historiadores comenzaron a manejar un relato gobernado por el progreso. La idea cristiana del tiempo dominada por el pecado original, fue desplazada por esta concepción progresiva y optimista del desarrollo humano” (33)
Ahora bien, si no hay historia sin tiempo también puede decirse que no hay tampoco historia sin división del tiempo. La periodización de la historia, es una necesidad práctica pues no se puede hablar de historia sin dividirla, sin fraccionarla para hacerla comprensiva. Pero esta división dio pie también a la necesidad de encontrarle una dirección, un hacia donde, hacia un futuro al que le dieron un significado.
De manera más racional y ya liberado de la tiranía de Dios, la historia debía tener un tiempo y este tiempo una serie de etapas pero también una dirección, un punto al cual dirigirse. La concepción lineal de la historia se afianzó durante varios siglos y todavía hoy es difícil deshacerse de ella. El problema es no sólo de dividir la historia para entender las diferencias entre una época y otra sino también para preguntarnos constantemente si una etapa fue mejor que otra, si la humanidad va encontrando solución a sus viejos problemas o es una repetición constante de errores y barbaridades. “No hay nada nuevo bajo el sol” dice el refrán.
Pero hay otro lado de la moneda. La idea de la historia, producto del pensamiento moderno, también adquirió un sentido crítico, pues encontró que nada es eterno:
Florescano: “… al esforzarse por capturar lo irrepetible (los hechos ocurridos en el pasado), la historia da cuenta también de sus vuelo fugaz. Al revisar los asuntos que obsesionan a los seres humanos, la historia los despoja del sentido absoluto que a veces… se les quiso atribuir. Contra las pretensiones absolutistas de quienes desearon imponer una Iglesia, una forma específica de Estado o un orden social único para toda la humanidad, la historia muestra, con la erosión irrevocable del paso del tiempo, que nada de lo que ha existido en el desarrollo social es definitivo ni puede aspirar a ser eterno.” (37)
Los conceptos anteriores se oponen a la concepción linear de la historia: ésta no tienen un sentido absoluto, una dirección fatal, pues nada es definitivo, todo es fugaz. Así no hay tampoco un final de la historia que este predeterminado, “ni una forma de estado, ni un orden social”, no vamos necesariamente ni a la dictadura del proletariado, ni al comunismo, pero tampoco la economía de mercado y el estado liberal representan el fin de la historia, como dicen los autores de la nueva derecha, principalmente Francis Fukuyama y su libro “The end of history and the last man”( Free Press, Nueva York, 1992) que es el centro de la crítica de Gray en Black Mass.
Para complicar más las cosas, EFC nos recuerda la célebre afirmación de Croce: toda indagación sobre el pasado es siempre historia contemporánea para subrayar la idea de que el historiador no puede escapar “a la determinación de interrogar al pasado desde el presente y de producir, fatalmente, una imagen del pasado transida de las presiones y expectativas del momento en que se escribe” (48)
Esta visión del pasado desde el presente, nunca ha sido inocente, no puede ser neutral, al contrario está determinada, entre otras cosas, pero de manera fundamental, por las relaciones de fuerza de la política, de la guerra, de las relaciones sociales. Para contar una historia, no es lo mismo estar de un lado que del otro.
“Si para los poderosos la reconstrucción del pasado ha sido un instrumento de dominación, para los oprimidos la recuperación del pasado fue la tabla afirmativa de su identidad, la fuerza emotiva que mantuvo vivas sus aspiraciones de independencia y liberación… “Así, las guerras, la lucha de clases, la dominación colonial, los conflictos sociales, han estimulado la imaginación histórica y han creado versiones contradictorias del pasado” (99)
Y agrega Florescano: “En los tiempos en que chocan dos o más interpretaciones del pasado se agudiza la sensibilidad de la conciencia histórica… En los tiempos en que se lucha simultáneamente por el presente y por el pasado, suele florecer la crítica histórica…” tiempos en que “el pasado dejó de ser uno para transformarse en múltiple” (100)
Estas ideas me parece fundamentales; son, para decirlo pronto, con las que me quedo al terminar el libro: la existencia de diversas historias con versiones contradictorias y múltiples, y por lo tanto la disputa por la historia, por la interpretación del pasado. El historiador no puede escapar de esta disputa, ni del debate sobre distintas versiones del pasado. No hay, no pude haber, una sola historia, una sola versión de los hechos.
La idea de la historia como una narrativa diversa representa una ruptura con la historia lineal y una afirmación de la visión crítica de la historia: si nada es eterno, la diputa por el futuro está siempre abierta lo mismo que las distintas reinterpretaciones del pasado.
Si entendía bien, las reflexiones de Florescano nos llevan a una conclusión: Nada está definitivamente dicho sobre el pasado porque tampoco lo está sobre el presente y por lo tanto sobre el futuro. La historia está abierta en dos sentidos: como recuperación del pasado y como construcción del futuro. Dos sentidos que se alimentan uno a otro: la curiosidad por buscar una y otra vez en el pasado nos lleva a replantear el futuro, y la necesidad de imaginar sobre lo que nos depara el futuro nos ha llevado constantemente a revisar el pasado.
Más adelante, Florescano, señala que, con la aportación de las obras de autores como Weber, “el historiador… se transformó en un impugnador de las concepciones del desarrollo histórico fundadas en los mitos, la religión, los héroes providenciales, los nacionalismos y las ideologías. Así, en lugar de buscarle un sentido trascendente a los actos humanos, de legitimar el poder o de servir a las ideologías, la práctica de la historia se convirtió en un ejercicio crítico y desmitificador, en una empresa razonada de análisis como postulaba Marc Bloch” (113). De
esta manera, el historiador “se esforzó por comprender el cambio histórico y abandonó las interpretaciones universales” (113).
Bajo esta visión crítica, la historia no tiene un sentido trascendente y nos volvemos a encontrar con una concepción distinta al sentido linear y progresivo de la historia, y con la existencia necesaria de historias múltiples. Pero dado que esta visión crítica enfatiza la comprensión del cambio, entonces la diferencia se convierte en el centro de la preocupación del historiador. Y ello nos lleva a convenir en que no hay una historia universal en el sentido de una historia única. Hay historias múltiples también, dado que hay diferentes pueblos, sociedades, naciones, etnias, culturas.
Quizás de esta idea de la historia, como un quehacer abierto, en reconstrucción permanente, sin que prive una sola visión, lleve a EFC la crítica contemporánea de los historiadores:
“El enclaustramiento (que viven los historiadores desde 1940 en institutos, escuelas y semanarios) en el seno de pequeñas agrupaciones de iguales indujo a una separación con el resto de la sociedad. Los historiadores se “alejaron del común de los seres humanos” y “produjeron obras más de autoconsumo que de servicio para otros sectores”
Y agrega: “Al ocultarse el proceso productivo que está detrás de la creación intelectual… la obra histórica aparece como un fruto individual, no social… el historiador puede presentarse como un científico objetivo, distante de las fuerzas sociales que pesan sobre los demás mortales” (137)
Florescano se queja de la ausencia de “práctica política”, de la falta de “participación social” de estos profesores e investigadores” que “redujo sus vínculos con los acontecimientos del presente” (145). Más adelante el autor nos recuerda el affaire Dreyfus en el siglo XIX, que “unió en Francia la tradición de la historia por la búsqueda de la verdad con el compromiso cívico del ciudadano” (330)
Y cita las palabras de Ernest Lavisse, quien dijo que el deber principal del profesor y del historiador era “formar los ciudadanos de la nación” (331) O las de Gabriel Zaid, que observó que intelectual es “el escritor que opina en cosas de interés público con autoridad moral entre las élites” (331)
Y es que, en efecto, una visión crítica de la historia no puede estar separada de una visión crítica del presente. El historiador tiene que cuestionarse, por lo tanto, también su circunstancia actual para reflexionar sobre el pasado. Y esta reflexión no es, no pude ser, aislada, individual, sino que está necesariamente ubicada en un determinado contexto social y político.
Casi al final de su libro EFC nos brinda una suerte de conclusión: ”Este panorama esquemático de la obra y pensamiento de algunos distinguidos historiadores de todos los tiempos muestra que en la disciplina histórica no hay propiamente lo que pudiéramos llamar un canon, un modelo único, sino que lo que es común es una conversación a varias voces… la cultura es una continua conversación entre una variedad de voces entre ellas la voz de la historia que es
también polimorfa y se enriquece y mimetiza con las más variadas formas de narración y recreación del pasado” (349). Es decir que, la narración de historias múltiples reclama un diálogo que enriquece las distintas versiones del presente y del pasado.
Sin embargo, esa conversación plural, tolerante e incluyente, no parece ser la situación dominante, hoy y aquí. Florescano nos advierte: “Vivimos un presentismo globalizado, con el resultado de que la historia ha perdido su papel como ciencia de la diferencia y como instrumento de comprensión de la diversidad y pluralidad propias de la comunidades humanas” (354)
Y es que como dice Gray, la Academia ( fuera de la torre de marfil que critica Florescano) y el mainstream en los medios de comunicación, han tratado de imponer una visión de la historia que no admite diálogo ni cuestionamiento pues se presenta como la historia única, como el fin de la historia. Se trata, como dice Gray en Black Mass, de “las teorías neo-conservadoras que proclaman que el mundo está convergiendo hacia un solo tipo de gobierno y de sistema económico – la democracia universal y el mercado libre global” (p. 39 según la edición electrónica de Penguin).
Gray agrega: “Los neoliberales creen que la condición más importante de la libertad individual es el libre mercado. La magnitud o alcance del gobierno debe ser estrictamente limitado. La democracia es deseable pero debe ser restringida para proteger la libertad de mercado. El libre mercado es el sistema económico más productivo y por lo tanto tiende a ser emulado en todo el mundo. El libre mercado no sólo es el modo más eficiente de organizar la economía sino también el más pacífico. En la medida en que se expanden, las fuentes del conflicto humano se reducen. En un mercado libre globalizado las guerras y las tiranías desaparecerán. La humanidad avanzará a alturas insospechadas. (1526)
La conclusión de Gray es, sin embargo, muy provocadora:
Los mitos dominantes de occidente han sido narrativas históricas y la moda ha sido ver estas narraciones como una necesidad humana básica. Los seres humanos somos contadores de historias, hemos llegado a pensar, que no pueden ser felices hasta que ven al mundo como una historia, como una narración. En los pasados dos siglos el guion dominante de la historia ha sido el del progreso humano, pero también ha incluido el cuento de un mundo asediado por fuerzas oscuras y destinado a su destrucción…. Los humanistas liberales han hablado de una humanidad que avanza, poco a poco, en un proceso gradual de mejoramiento” Pero no sólo ellos…. En todas estas versiones de la historia (que incluye a los marxistas) la historia se cuenta como una narrativa coherente y “nada es más amenazante que la idea de que es un flujo serpenteante, sin rumbo (meandering, dice Gray en el original)” es decir, sin propósito ni dirección (3640)
Contar la historia sin fines ni fin. En eso podemos estar de acuerdo, incluso creo que EFC coincide en su libro con esta idea; incluso podríamos aceptar también en que la idea de progreso debe ser sustituida por la desigualdad o la diferencia en la evolución y por lo tanto en el progreso en una sociedad respecto a su pasado, es decir aceptar que en algunas cosas
mejoramos y en otras empeoramos si comparamos el hoy con el ayer. O que hay diferencias en el mundo respecto a sus diferentes regiones o historias locales o nacionales. Ello centraría el estudio de la historia en los cambios y continuidades, como quiere Florescano, en una historia crítica. Pero la conclusión extrema de Gray es inquietante: además de esta disparidad, de esta diversidad de historias, hay que hacerse cargo de que su narrativa es incoherente. Se puede contar una historia o varias historias pero todas ellas al final, carecen de sentido.
Yo me quedo con esta duda pues aún descartando la idea de la historia lineal que avanza hacia un fin determinado, creo en la narrativa histórica como una manera de contar aspiraciones, proyectos, deseos de la gente, que, allá fuera, como diría Florescano, piensa en la posibilidad de que otro mundo es posible, quiere construir un futuro distinto, revisando, criticando, reconstruyendo su pasado.

Fin de la presentación 05/03/13