Aquí va:
XI COLOQUIO INTERNO
DEL
ÁREA DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA
Saúl Escobar Toledo
“Las Reformas a la Ley Federal del Trabajo: Una
perspectiva histórica”
PRESENTACIÓN
El ensayo que elaboramos para este Coloquio se
propone hacer una revisión histórica de las leyes del trabajo en México desde
1917 hasta 2012. Contempla varios capítulos: en el primero, se revisan los
debates del Constituyente de 1917 y en
particular la aprobación del artículo 123. En el segundo, se analiza el periodo que corre desde 1917 hasta
la aprobación de la Ley Federal del Trabajo en 1931, caracterizado por el
despliegue de un activismo sindical en
prácticamente todo el territorio
nacional que tuvo como objetivo hacer realidad las disposiciones
constitucionales; en tercer lugar se
estudia la coyuntura política que dio lugar a la Ley Federal de Trabajo así como al análisis
de su contenido que, desde nuestro punto
de vista se caracteriza por un fuerte intervencionismo estatal en la vida de
los sindicatos y en la regulación de las relaciones obrero – patronales (
orientación que ha recibido el nombre de
carácter “tutelar”[1]); el cuarto capítulo se refiere al análisis de la
Ley del Seguro Social de 1943, considerando que esta ley inaugura un
periodo de varias décadas caracterizado
por una política laboral no sólo tutelar sino también de protección social, similar a la que caracterizará en varias
partes del mundo el llamado Estado de Bienestar; en quinto lugar se analizan
las reformas a la Ley que se realizaron entre 1970 y 1980, subrayando, sobre
todo, en las primeras, la acentuación de su contenido social, que encarnó claramente
en la creación del INFONAVIT; y,
finalmente, en sexto lugar se analizan las reformas aprobadas en 2012 tomando
sus antecedentes desde 1989 y las reformas a la Ley de pensiones de 1995. Con ello se intenta
destacar que el cambio en las políticas laborales, aunque culminó legalmente
apenas el año pasado, se inició en realidad hace más de 20 años.
Dado el contenido de este trabajo, parece válido preguntarse
sobre la pertinencia de un estudio como el que se acaba de describir. ¿Qué nos puede decir la evolución de las
normas laborales, del marco jurídico que rige a las relaciones de trabajo y a
los sindicatos? ¿Qué podemos ver en esta historia?
Un enfoque, que podríamos llamar tradicional, y que encontramos en diversos libros de
historia del siglo XX, consiste en
estudiar estos cambios jurídicos como
episodios nacionales que se deben registrar como parte de una historia
política más amplia. Visto así, bastaría con señalar quienes fueron los proponentes
de las leyes y a sus opositores, señalando los beneficios o perjuicios
de esas disposiciones sobre los actores sociales, principalmente los patrones y
los trabajadores.
Por otro lado, hay quien podría pensar que no importan mucho los
cambios en las leyes sino la realidad del mundo del trabajo: el comportamiento
de los salarios y el empleo; el control
sobre los sindicatos o su movilización contra el gobierno en turno; las
condiciones que se dan en los centros de trabajo, más allá de lo que dicta la
ley. Es decir que si se quiere analizar la historia del mundo del trabajo o del
movimiento obrero hay que ir a la realidad de los hechos, a los datos duros.
Los cambios jurídicos serían un aspecto secundario y hasta prescindible.
Desde nuestro punto de vista, sin embargo, lo que podemos ver en esta historia es algo
más profundo y más interesante que un relato que simplemente tome en cuenta y
enumere los artículos y disposiciones jurídicas aprobadas en tal o cual momento
de la historia del siglo XX mexicano.
Bajo nuestro enfoque, nuestra
mirada, como nos convoca este Coloquio, en primer lugar, habrá que tomar en
cuenta que las leyes del trabajo, a diferencia de otros cuerpos jurídicos como
los de carácter penal o civil, reflejan los intereses de cuerpos organizados de
la sociedad, en particular los
sindicatos y los patrones. Ninguna legislación
sobre el trabajo, y México no es una excepción, se ha hecho sin que se
expusiera la opinión, la influencia y el sentir de alguno de estos o de
ambos actores, independientemente de si
esas opiniones fueron tomadas en cuenta o no.
En estos debates, lo que cada uno de los participantes propone es, por
lo general, opuesto a los intereses del
otro. Esto es transparente en el caso de los llamados derechos individuales de
los trabajadores y casi siempre en el derecho colectivo, aunque en este caso, no tanto como veremos más
adelante
En entendemos por derechos
individuales aquellos que norman las
relaciones que emanan de la relación de trabajo entre un trabajador y su
empleador, es decir, tienen que ver con
las condiciones de trabajo de cada obrero en el centro laboral: horas que
dura la jornada, pago del séptimo día,
vacaciones, aguinaldo, etc.
Por derechos colectivos
nos referimos al “conjunto
de normas jurídicas que regulan las relaciones entre patronos y trabajadores no
de modo individual, sino en atención a los intereses comunes a todos ellos”. Es decir,
se refiere a cómo se negocian esas condiciones de
trabajo: principalmente el derecho a la indicalización, a la huelga y a la
contratación colectiva. En estos casos
las posiciones no son tan claras porque, en diversas ocasiones, alguno de los actores, los sindicatos o los
patrones han apoyado la intervención o
la regulación estatal en diferentes grados..
Por ello, las legislaciones sobre el trabajo son un momento de
confrontación de clases. Una medición de fuerzas que revela de alguna manera el
poder social y político de ambos actores. Lo interesante es que, en un sentido
amplio, esta fuerza no es sólo de carácter cuantitativo. Así, el poder de los trabajadores no se ha limitado o no ha dependido
solamente del número de sindicatos existentes y de que tan numerosos sean, sino sobre todo a
su influencia en el conjunto de la sociedad, a
la validez de sus demandas y reivindicaciones. Ha habido, en cada
momento histórico una especie de fuerza
hegemónica en el sentido gramsciano[2] que refleja las aspiraciones de la
sociedad y de los actores políticos en
un momento dado y que explican los cambios legales que se realizaron.
Por ejemplo, todavía sorprende la obra del Constituyente de 1917.
Los delegados reunidos en Querétaro crearon, con el 123, un aparato legal que no
tenía parangón con otro país y que se ha considerado el más avanzado del mundo
en ese momento. A tal punto que cuando se creó la OIT, dos años después, en
1919, sus postulados fueron todavía inferiores a la que dispusieron los
constituyentes mexicano. Sin embargo, en 1917 el sindicalismo
mexicano era relativamente pequeño y disperso, mientras que la oposición al
reformismo obrero estaba en todas los grupos beligerantes tanto
constitucionalistas como convencionistas, con excepción del zapatismo. A pesar de esta oposición, dentro de las
filas revolucionarias, y de esa
debilidad sindical, la causa de los
trabajadores asalariados logró
imponerse. Ello quizás pueda explicarse
porque la revolución armada no sólo hizo caer el estado porfiriano sino también
las ideas que lo sustentaban, el liberalismo. Con ello, se abrió un debate
sobre los nuevos paradigmas que sustentarían el próximo estado
revolucionario. En este debate, la
reivindicación de los oprimidos no sólo
podía reducirse a las aspiraciones de los campesinos y tenía que incluir a los
trabajadores asalariados, a los obreros. Por ello, como lo muestran los debates
del Constituyente de 1917 y la Convención de Aguascalientes, las reservas sobre
los derechos laborales fueron derrotadas en asambleas en las que los defensores
de la causa obrera eran un grupo bastante reducido mientras que la mayoría de
los delegados carecían de militancia sindical
y de un conocimiento del tema a fondo. Al final, sin embargo, el 123 se
aprobó por unanimidad. Es un caso
interesante de cómo una pequeña minoría se vuelve una mayoría abrumadora en un
tiempo muy corto.
Es decir, las leyes del trabajo, reflejan más que otros rubros
del derecho, el sentir de una sociedad, las ideas predominantes en un momento
dado, en torno a temas como el papel
del estado, la justicia social o el tipo de sociedad de mercado al que se
aspira.
Pero las leyes y su aprobación o rechazo también revelan, de
manera coyuntural, las relaciones de los actores con las fuerzas políticas,
principalmente los partidos políticos,
(aunque hasta 1917 se trató de facciones armadas que jugaron el papel de
partidos políticos) y el Estado.
Llama la atención, por ejemplo,
que en 1931, la clase política mexicana se encontrara muy fracturada por el asesinato de Obregón,
acaecido 3 años antes. Y que los presidentes en turno fueran particularmente
débiles frente al poder real, el del Jefe Máximo. Aún así y con la crisis
mundial ya encima de nuestro país, se decidió forzar la aprobación del la ley
reglamentaria del 123, la Ley Federal del Trabajo (LFT). En 1931, además, el sindicalismo mexicano era mucho más
poderoso que en 1917. Aun bajo estas condiciones, los trabajadores perdieron
una batalla fundamental con la
aprobación de la LFT que dejó el control
de los sindicatos en manos del Estado y en particular del gobierno en turno.
Esto sucedió con la oposición expresa y declarada de todo el sindicalismo
(cromistas, lombardistas y comunistas)
pero fue posible porque en ese momento, no hubo ningún partido o facción política en el gobierno que se opusiera a este
proyecto, ni un sindicalismo
suficientemente unido que pudiera detenerlo.
Por su parte, el cierre de filas
de la clase política en 1931, en torno a la LFT, se debe a que habían
adoptado ya, como propio, un proyecto nacional basado en la construcción de un Estado fuerte e intervencionista y en la
conciliación de clases. Es así como logran imponer tanto a los sindicatos como
a los patrones una proyecto de ley que reconoce muchos de los derechos
individuales del 123 pero al mismo tiempo significó un fuerte control
gubernamental en torno al reconocimiento y registro de los sindicatos y los
contratos colectivos. Con la
reglamentación de las Juntas de Conciliación y Arbitraje, por otro lado, se
sentaron las bases de un régimen
corporativo. No es sorprendente que dicho andamiaje legal haya tenido,
declaradamente, muchas coincidencias con el modelo italiano fascista, la Carta Labore de Mussolinni, de 1928[3].
Así pues, la historia de
estos episodios legislativos demuestran que las disputa por la leyes del trabajo no son materia residual de
una historia política sino que revelan la fuerza hegemónica de los actores
sociales, fundamentalmente los trabajadores y los empresarios, pero también las
ideas dominantes que existían en el
conjunto de la sociedad, y en la
mente de quienes en ese momento controlan el Estado y los partidos. Las leyes
del trabajo son pues piezas centrales de esos proyectos ideológicos y
políticos.
En segundo lugar, está claro que las leyes laborales pretenden normar la realidad pero esa
pretensión no depende, como en otros cuerpos jurídicos, sólo de la fuerza del
estado. En este caso, la implementación
de las leyes depende de la capacidad de los trabajadores para hacerlos valer en
los centros de trabajo. Lo que muestra esta historia es que sin su
participación las leyes valen muy poco. Esta participación puede darse a nivel
individual o de manera desorganizada pero siempre ha resultado más efectiva, en
México y en el mundo, a través de los sindicatos. Una fuerza sindical débil se
traduce en una vigencia de la ley
laboral muy precaria.
Así, tenemos que la aprobación del Constituyente del 123 dio
lugar a que entre ese año y 1931, las
disposiciones jurídicas aprobadas en
Querétaro, se aplicaran aun sin la ley reglamentaria correspondiente, gracias a
la acción de los sindicatos, y no por la convicción de los empresarios o la
fuerza del estado. Las empresas mexicanas fueron en esos años un campo de lucha
donde lo que se dirimía era hacer realidad los preceptos jurídicos
constitucionales. De ahí surgieron dos tendencias sindicales fundamentales: los
que se apoyaron en las facciones de los grupos políticos y el Estado, como la
CROM, o quienes decidieron la acción
directa, sin la mediación de los políticos ni la política, como la CGT. Pero ambas tuvieron como principal objetivo
de lucha la contratación colectiva para implementar los postulados del 123.
Más importante
todavía, muchas de las reformas a la ley
de 2012 que se refieren a la flexibilización del trabajo y al outsourcing o intermediación laboral, ya eran una práctica común en el medio
laboral mexicano por lo menos dos décadas atrás, resultado de un modelo
económico impuesto desde 1988 pero también de un sindicalismo que comenzó a debilitarse
políticamente un poco antes, desde 1983, y que con el tiempo se convirtió en un
sindicalismo de protección que encubrió estas violaciones a la ley.
En otras palabras, en el caso de las leyes del trabajo, la
distancia entre la realidad y el marco jurídico es un indicador de la capacidad
política y organizativa de los sindicatos.
En tercer lugar, las leyes del trabajo tienen siempre un doble
significado: son beneficiosas para los trabajadores porque contienen derechos que los favorecen, como la jornada
diaria de ocho horas. Pero son también un pacto entre patrones y trabajadores
para regular la concordia en el centro de trabajo y la paz social. Los
trabajadores se supone que no pueden aspirar a nada menos que lo que está en la
ley pero no pueden transgredirla en sus
fundamentos: el reconocimiento del patrón como dueño y administrador de los
medios de producción. Por ello las leyes del trabajo parten del reconocimiento
de que los trabajadores deben trabajar
para proporcionar utilidades a su
empleador. Reconocen y aceptan los fundamentos
de un sistema capitalista. Ninguna ley del trabajo contendrá la disposición de
que los trabajadores pueden apropiarse de las empresas, dirigirlas en
sustitución del patrón o repartirse las
ganancias como deseen. En otras palabras, la ley y más precisamente el contrato
de trabajo, es un pacto entre patrones y trabajadores que garantiza y da
cobertura a la colaboración mutua y a la concordia entre dos clases que se
suponen antagónicas.
A cambio de este pacto,
las leyes del trabajo son una expresión del perfil redistributivo de la
sociedad, principalmente entre los trabajadores y los patrones en un momento
determinado de su historia. Este perfil puede ser, y ha sido, favorable al trabajo o por el contrario, al capital.
Así entre 1943 y 1980 el derecho laboral mexicano expresó no sólo una inspiración tutelar y con una
gran intervencionismo estatal sino también un perfil social, con una claro
fin redistributivo hacia el trabajo.
Este perfil se reflejaba más claramente en los contratos colectivos pero la ley
sin duda facilitaba esta función, congruente con un modelo que en ese entonces
dominaba el mundo occidental, la idea
del Estado benefactor.
En cambio el espíritu predominante de todas las reformas
recientes en América Latina, Europa y los Estados Unidos, desde los años
ochenta, ha consistido en tratado de desmantelar el estado benefactor y
redistribuir el ingreso en un sentido contrario, del trabajo hacia el capital.
. No lo han logrado del todo ni ha sido una historia lineal, pero el retroceso en las condiciones de vida y de trabajo han
sido evidentes.
En cuarto lugar, las legislaciones del trabajo, en la parte que
se refieren a los derechos colectivos, el derecho de asociación, de
contratación y de huelga, también son
una buena muestra de la calidad democrática de esos países. Por ejemplo en
México las reformas de 2012 se atoraron precisamente en los artículos que
tenían que ver con la democracia y la transparencia sindical, y la contratación
colectiva, aunque el derecho de huelga permaneció intocado.
Mucho se ha dicho que la transición a la democracia en nuestro
país no pasó por los sindicatos. En el
plano jurídico ello es estrictamente cierto pues en lo que toca a la regulación de los sindicatos, la ley es básicamente la misma desde 1931, a
pesar de cambios cosméticos de 2012. Los
sindicatos, en su mayoría, son organizaciones opacas y antidemocráticas. Pero
la ley ha jugado un papel en este asunto. De un lado manteniendo el
reconocimiento de las directivas por el gobierno, y por otro, sin que se haya
normado la rendición de cuentas por parte de estos líderes como fue el objetivo
de los artículos apoyados por el PAN y el PRD pero votados mayoritariamente en
contra por el PRI y sus aliados en el reforma del 2012.
Si en el pasado, la ley daba cobertura a un sistema político autoritario de partido único que se
apoyaba en un cuerpo corporativo basado en los sindicatos para monopolizar el
poder y excluir a las oposiciones sociales y políticas, ahora esa misma ley
protege a un sistema político distinto, con democracia electoral y alternancia
en el poder, que sin embargo sigue
exigiendo el control vertical de los sindicatos. ¿Por qué? Porque la transición
mexicana fue una transición acotada bajo los parámetros del modelo de la
democracia liberal, es decir para garantizar que las elecciones permitieran la
alternancia en el poder, pero no se propuso una reestructuración del Estado, no
hubo una reforma del sistema político[4]. Por eso, entre otras
cosas, la transición no dio lugar a una nueva Constitución como sucedió en
otras partes del mundo. Bajo este esquema, el modelo laboral, basado
fundamentalmente en el control del Estado sobre los sindicatos, se mantuvo
inalterado.
En fin, que el análisis de las leyes del trabajo son una especie
de extracción del tejido político muy útil para someterse a una biopsia. Pueden
indicarnos si se trata de un tejido más o menos sano, desde el punto de vista
de la democracia, o existe algún tumor
que afecta su desarrollo. En México, sin duda, el este tumor existe.
La transición democrática en el mundo del trabajo nunca existió y ello a
su vez demuestra que esta transición se quedó bloqueada, reducida a un cambio
de partidos en el gobierno.
Por otro lado, como ya se indicó, la distancia entre la ley y la
realidad es un elemento importante. Decíamos que revela la fuerza de la
militancia sindical. Pero también puede revelar la vocación ideológica y
política del Estado.
Se ha dicho que en México, la distancia entre la ley y la
realidad parte de una vertiente filosófica, porque las leyes no se elaboran
para cumplirse sino que son como una carta de intención de lo que se desea, de
las aspiraciones o ideales de una sociedad. Es el caso de las reformas de 1978,
particularmente de la adición al 123
que convirtió el “derecho a un trabajo digno y socialmente
útil” en una mandato constitucional, no tanto porque se pensaba que México se
convertiría en la primera sociedad del mundo capitalista que pudiera garantizar
un empleo a todos los mexicanos, sino
porque así lo mandaban los ideales revolucionarios que, por cierto, se
extinguirían a partir de la crisis de 1982.
Pero en el caso de las leyes del trabajo, hay algo más, esa distancia puede revelar un fenómeno
contemporáneo: la ausencia del estado y la simulación jurídica. En el
pasado, durante los años del desarrollo
estabilizador, cuando crecía el empleo y
el salario real, hubo una presencia del estado que si bien no abarcaba toda la
realidad laboral se concentraba en su núcleo más moderno. La simulación se daba
en la presunción de que los sindicatos respetaban la ley y se toleraba la
corrupción y la antidemocracia sindical, a cambio de una administración eficaz
y sin conflictos. Pero el estado no estaba ausente, al contrario, garantizaba
activamente esa administración y la persistencia de la concordia en los centros
de trabajo mediante una aplicación discrecional pero activa de la ley.
Pero después, a partir de los años del neoliberalismo y la firma
del TLC de América del Norte, las cosas
cambiaron. El cumplimiento de la ley se consideró una tarea no sólo imposible sino contraria a la realidad y
al interés nacional. Era una ley obsoleta y por lo tanto inaplicable, se
aseguraba. Por supuesto, ello no podía aceptarse públicamente por lo que desde
el gobierno se fomentó la simulación. A partir de entonces, los actores
sociales, los sindicatos y los patrones, fingen acatar la ley y el gobierno
hace como que vigila su cumplimiento.
Ello a su vez provocó una ausencia cada vez mayor del estado en las
relaciones laborales.
Sin embargo, hay que precisar que en la mayoría de las empresas
no se cumple la ley, sobre todo en materia de derechos individuales. En el caso
de las disposiciones sobre los derechos colectivos, el estado sigue manteniendo el control sobre el registro
y vigencia de los sindicatos, con base en la ley aunque no cumpliéndola
estrictamente sino de manera casuística, según de quien se trate. Lo mismo
sucede con el derecho a la contratación colectiva, la cual también depende de
las decisiones políticas del gobierno,
no de lo que estipula estrictamente la ley.
Esta mezcla de ausencia del estado en las relaciones laborales
y el control evidente del gobierno sobre
los sindicatos y la contratación, han
producido un gran desorden laboral. Este desorden, por lo menos en México, no
sólo revela que en los hechos impera el fuerte sobre el débil, generalmente el
patrón sobre el trabajador. La corrupción ha dado lugar a la simulación sindical y ésta a los contratos de
protección. El resultado de todo ello es la existencia de un estado fallido. No
se trata solo de que no se cumple la ley. Es que simplemente hay una ficción
que trata de ocultar una realidad: en México, en las relaciones laborales, no
hay gobierno.
No es el caso por cierto de otros países de América Latina donde
puede haber leyes flexibles sobre contratación o despido de los trabajadores, o
sindicatos que cuentan con la simpatía o antipatía de los gobiernos y partidos
políticos. Sin embargo, por lo menos en Brasil, Argentina y Chile, hay muchos sindicatos
de verdad, de carne y hueso, y hay un Estado que vigila y sanciona el cumplimiento de la ley,
sobre todo mediante la inspección del trabajo y los tribunales
correspondientes.
En resumen, en México, la libertad de los mercados, en este caso
la flexibilidad del mercado de trabajo, se ha traducido en un Estado fallido en
el medio laboral. No es la única dimensión de este Estado ausente pero aquí
también esta falta se ha llenado con una
simulación jurídica, los contratos de protección, y con bandas criminales organizadas que bajo
esa simulación operan como sindicatos dedicados a administrar los contratos.
Las mafias sindicales que antes controlaban los sindicatos,
apoyados por el gobierno, pasaron de ser actores políticos a convertirse en grupos
fantasmas que operan en las sombras. Hoy, los principales administradores de
los contratos de protección son casi totalmente desconocidos.
Esta situación contrasta notablemente con la parte visible del
sindicalismo mexicano formada por las grandes organizaciones gremiales como el
SNTE y el Sindicato petrolero. En este caso, lo que sobresale es la corrupción
de los líderes y la dilapidación de recursos públicos. Ocasionalmente, esta
parte conocida se completa por las luchas de grupos y organizaciones sociales
independientes que se oponen a esos líderes o a los contratos de protección.
Sin embargo, la enorme mayoría de los trabajadores mexicanos está sujeta a los sindicatos fantasma.
Al principio, entre 1917 y hasta los años cuarentas, las
relaciones laborales fueron el escenario de la confrontación entre sindicatos
(con trabajadores militantes) y
empleadores. Posteriormente, con la LFT de 1931, este escenario fue cambiando
debido a una intervención cada vez más directa y activa del Estado. En sus
mejores momentos, entre los años cincuenta y los años ochenta, el medio laboral
estaba controlado por una patronal más bien pasiva, un sindicalismo protagónico
en la escena política, y un estado garante del orden social y de una
administración de las relaciones laborales que tenía como fin una mayor
redistribución del ingreso y el control político de las relaciones laborales
para garantizar la estabilidad social.
Con el neoliberalismo, la escena laboral está casi vacía. No hay
sindicatos, no hay gobierno, y los empleadores pueden ahora decidirlo casi
todo.
Hay finalmente una última razón para analizar las relaciones
laborales desde una perspectiva histórica y que reside justamente en lo que se
ha llamado la idea de la historia. La
corriente dominante desde hace varias décadas, el mainstream, en la academia, los intelectuales opinadores y los
medios de comunicación, han impulsado la idea de que el mundo avanzaba por la
senda del libre mercado, la globalización y la democracia liberal. Lo
llamaron el fin de la historia, en el
sentido hegeliano, es decir que no existe ni teórica ni prácticamente otro tipo
de sociedad mejor que ésta, tesis
expuesta por Fukuyama[5], o la democracia sin
adjetivos de Krauze[6],
o el mundo plano de Friedman[7]. En este esquema de la
historia, el socialismo ha sido derrotado como idea, como sujeto y como
proyecto. No hay por lo tanto ningún otra alternativa, ni filosófica, ni
política, ni social, que se oponga al libre mercado y a la democracia liberal.
Lo que hay son supervivencias del pasado populista, resistencias
culturales, que no ofrecen ninguna
opción de cambio sino que, por el contrario, representan un obstáculo a la
modernización.
En este paradigma triunfante y sin rivales, los mercados tienen
que funcionar sin regulaciones o con las menores regulaciones posibles,
incluyendo el mercado de trabajo. De igual manera, las relaciones laborales
tienen que adaptarse a la globalización o
los empleos serán inevitablemente borrados por la competencia y la falta
de productividad. Finalmente, los sindicatos, una especie de resabio del
pasado, que sólo defienden intereses obsoletos y corporativos, deben
desaparecer o por lo menos ser reducidos al máximo como fuerza política y desde
luego, de la negociación laboral.
Por ello, la flexibilización del trabajo es un planteamiento
indispensable. La idea de que la flexibilización es necesaria para crear más
empleos, es una idea que en el fondo dice que hay que facilitar los despidos y la
destrucción de empleos, para crear otros nuevos, peor pagados. Es una idea en
el fondo ilógica e incongruente y que no se sustenta en la realidad. Según la
experiencia internacional, el número de
empleos que se recuperan son muy inferiores a los que se pierden, y son además precarios, en peores
condiciones. Pero es una idea muy fuerte que parece que no tiene respuesta,
aparece como una verdad irrebatible.
Cuestionar esta idea implica no sólo poner a prueba una política
laboral, sino también cuestionar el modelo económico y pensar en uno
alternativo: un modelo que tenga como meta el crecimiento de empleos dignos (más adelante se verá que
quiere decir esto). Bajo este esquema, la ocupación y el salario pueden
conducir al desarrollo y a una nueva inserción en la globalización. En lugar de
bajar salarios y desregular las leyes laborales, hay que aumentar los salarios,
mejorar prestaciones y reponer muchas, a lo mejor no todas, las condiciones que
permitían la estabilidad en el empleo. Este esquema ha tenido éxito en Brasil.
Las reformas a las leyes del trabajo que buscan la flexibilización son parte de
un modelo más amplio, basado en mercados desregulados no sólo en la contratación de la mano de obra sino
también de mercancías y capitales.
Por el otro lado, la democracia liberal exige, según los
ideólogos del fin de la historia, un
sindicalismo de muy bajo perfil para evitar el corporativismo, los poderes
fácticos, la corrupción, y sobre todo, una distorsión sobre el sistema
electoral que permita la alternancia y la competencia electoral. Los sindicatos
no encajan en este esquema político. Son
cuerpos extraños, remanentes del pasado.
Desde luego, hay una deliberada confusión entre la institución y
los actores, el sindicato y sus dirigentes, una confusión que no se acepta en
el caso de la democracia liberal y sus actores: los partidos y los gobiernos
electos con el voto popular. Ningún pensador del mainstream ha propuesto la suspensión de las elecciones o la
disolución del régimen de partidos a pesar de la corrupción o los errores de
los dirigentes de los gobiernos y de los partidos. En este último caso, se
trata de un costo o desviación que no demerita el sistema ni la idea de la
democracia liberal. Pero en el caso de los sindicatos, la corrupción y los
malos líderes son presentados como prueba de que éstos deben ser reducidos a su
mínima expresión y que estas instituciones no son ya funcionales ni modernas.
Un ejemplo de este debate se dio por ejemplo en el caso del SME,
donde los trabajadores pasaron de víctimas a culpables. El SME era, según el
gobierno y un sector de intelectuales,
el responsable de que la empresa funcionara mal, la defensa del contrato
colectivo era una muestra evidente de la obsolescencia de las relaciones
laborales y de lo perjudicial que resulta un sindicato que defiende ese
contrato. Los trabajadores merecían se despedidos, “nos costaban mucho a
todos”, y el sindicato debería
desaparecer.
La pregunta es entonces si puede haber, teórica y prácticamente
un sistema político basado en una democracia que no sea sólo representativa,
es decir liberal, sin adjetivos. Un
sistema que incluya organismos intermedios o de representación popular más allá
de los partidos y de las elecciones. Estos organismos pueden ser muy diversos:
asociaciones civiles o ciudadanos, pero también sindicatos.
En la historia del siglo
XX los sindicatos han tenido una historia marcada por distintas etapas: a
principios del siglo XX fueron
instrumentos de lucha eficaces para presionar, conquistar y garantizar nuevos
derechos laborales. Fueron también instrumento de lucha política tanto
electoral como insurreccional en
distintos países del mundo. En Alemania, por ejemplo, quizás el ejemplo más
dramático, estas dos tendencias se enfrentaron violentamente: mientras la
socialdemocracia gobernaba, Rosa Luxemburgo y la izquierda (que desde
entonces empezó a llamarse) comunista
trató de organizar una huelga general
con los sindicatos. La represión del gobierno acabó con la vida de Rosa y prácticamente liquidó al sindicalismo revolucionario. En
razón de ello y a la influencia de la
revolución rusa, la división del
sindicalismo y de la izquierda se
prolongó durante varis décadas.
Después de la segunda
guerra mundial, los sindicatos demostraran ser funcionales con las economías de
mercado y los sistemas políticos democráticos. Fueron la base del estado del
Bienestar y un contrapeso necesario a
las políticas públicas. Hay que reconocer sin embargo, que el poder ganado los llevó a un crecimiento
burocrático a veces descomunal, a la
corrupción de sus cuerpos dirigentes y a excesos de todo tipo. Esta experiencia
se presentó en casi todo el mundo capitalista, en países desarrollados y en
desarrollo.
En los últimos años, sin embargo, los sindicatos han sido
excluidos, combatidos, reprimidos y
alejados del poder político. Fue el caso de los gobiernos de Thatcher en
Inglaterra pero también en el Chile de Pinochet, para mencionar los más
representativos. En México pasaron de jugar un papel protagónico en un marco
político autoritario, a convertirse, salvo excepciones muy destacables, en
figuras de un juego de simulación.
En la ley, el derecho a la organización de los trabajadores, la
formación de sindicatos como organismos de defensa de sus intereses gremiales o
profesionales, fueron reconocidos gradualmente desde los últimos años del siglo
XIX en Europa y luego durante las primeras décadas del XX en América Latina.
México fue, con el 123 de 1917, de los primeros países en reconocer plenamente
este derecho a la organización sindical.
Posteriormente, se dictaron nuevas leyes que regularon ese
derecho, así como el de la contratación colectiva y la huelga, mediante una
fuerte intervención del estado, sobre todo en América Latina. En los últimos
años, las reformas a la ley, que flexibilizaron el mercado de trabajo, han
cambiado poco la reglamentación que rige a los sindicatos y más bien se han
abocado a restringir la huelga y los términos de la contratación colectiva. En
América Latina, según, Cook[8], esta reglamentación ha
sido diversa. En algunos casos incluso ha restituido derechos colectivos
perdidos anteriormente. En México, las reformas a la ley no han tocado
realmente ninguno de estos derechos, incluyendo la reforma del 2012.
Sin embargo, la flexibilidad adoptada en las leyes ha debilitado
a las organizaciones sindicales. Empleos cada vez más inseguros, temporales y
precarios restan fuerza a la organización sindical provocando una crisis de la
representación sindical en casi todo el mundo manifestada en una baja
afiliación, poca fuerza en la gestión de las relaciones laborales y una
marginación política muy notable.
Por ello, a partir de la crisis mundial de 2008-9, en Europa los
sindicatos realmente existentes, se han convertido en base de movimientos
contestatarios, con formas de lucha apoyados en la movilización callejera y las
huelgas, y divorciados casi por completo de sus viejos aliados políticos, los
partidos socialdemócratas.
Y es que un nuevo modelo económico basado en un modelo laboral
alternativo al neoliberal requiere de un sindicalismo fuerte, actuante, que
recupere su capacidad de acción y de negociación tanto en los centros de
trabajo como en las instituciones del estado.
Ello se opone al modelo de democracia liberal que pregona el fin
de la historia. Por ello, el debate sobre el sindicalismo va más allá de sus
tendencias burocráticas y tiene que ver más bien con la idea de una democracia
basada en organizaciones sociales fuertes y protagónicas frente a las
instituciones del estado y los partidos políticos.
Si ambas cosas, la existencia de una economía de mercado con
relaciones laborales reguladas, y una democracia política con sindicatos y
organismos populares fuertes, es posible, la idea de la historia cambia
también. No hemos llegado al fin de la historia, ni es suficiente una
democracia sin adjetivos. Podemos aspirar a una historia distinta.
Según esta concepción alternativa, el sustento de la historia no
estaría dado por su evolución lineal hacia el progreso, pero tampoco el socialismo o la globalización (con
mercados desregulados y democracias liberales),
sino por la búsqueda de un camino más incierto pero más abierto a la
imaginación.
Una idea de la historia que reconoce avances y retrocesos pero
basada en un conjunto de aspiraciones ligados a la justicia, la igualdad, el
respeto y la tolerancia.
A pesar de todo, los organismos internacionales han avanzado en
la definición de estas metas no sólo como aspiraciones legítimas de la
humanidad sino como derechos universales exigibles, medibles e indispensables
en las políticas públicas. Ejemplos de ello son las metas del milenio definidas
por las Naciones Unidas pero también la
definición de trabajo digno o decente de la OIT.
Según esta organización
internacional, “El trabajo decente resume las aspiraciones de los individuos en
lo que concierne a sus vidas laborales, e implica oportunidades de obtener un
trabajo productivo con una remuneración justa, seguridad en el lugar de trabajo
y protección social para las familias, mejores perspectivas para el desarrollo
personal y la integración social, libertad para que los individuos manifiesten
sus preocupaciones, se organicen y participen en la toma de aquellas decisiones
que afectan a sus vidas, así como la igualdad de oportunidades y de trato para
mujeres y hombres.”
Más claramente, “la noción de «trabajo decente», dada a conocer
por vez primera con estas palabras en la Memoria del Director General a la 87.ª
reunión de la Conferencia Internacional del Trabajo, celebrada en 1999, expresa
los vastos y variados asuntos relacionados hoy día con el trabajo y los resume
en palabras que todo el mundo puede reconocer”…. Básicamente, cuatro elementos:
“el empleo, la protección social, los derechos de los trabajadores y el diálogo
social” (Revista Internacional del Trabajo, vol. 122, no.2, 2003)
Podría decirse que se
trata de cosas sencillas. Los elementos más rudimentarios de un programa
político. Pero lo sorprendente es que en la
realidad del mundo actual resultan
incompatibles con los mercados desregulados y la democracia liberal.
Marcan los fundamentos de una sociedad alternativa y son incompatibles con el
pensamiento único del mainstream.
Es por eso que el debate sobre las leyes laborales adquiere una
importancia tan notable. No está en juego sólo un conjunto de normas que pueden
tener una relevancia política coyuntural en la historia de una nación, sino un modelo de sociedad que está en disputa a nivel global.
25 de febrero de 2013
(fin de la presentación)
[1] Este principio alude a la función
esencial que cumple el ordenamiento jurídico laboral al establecer un
amparo preferente a la parte trabajadora, que se manifiesta en un desigual tratamiento normativo de los sujetos de la
relación de trabajo asalariado que regula, a favor o en beneficio del
trabajador.
[2] Cf. Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, en Juan Carlos
Portantiero, Los usos de Gramsci- Escritos Políticos (1917-1933), Cuadernos de
Pasado y Presente no. 54, México, 1977, esp. Pp. 57 y pp. 327 y sigs.
[3] Cf. Néstro de Buen, “El sistema laboral mexicano”, Instituto de
Investigaciones Jurídicas-UNAM, p. 131.
[4] No se modificó legalmente el régimen político presidencialista, ni
el federalismo mexicano, ni el régimen municipal; en otros planos, como el sistema judicial, éste sólo se transformó
parcialmente.
[5] “The end of history and the last man”( Free Press, Nueva York,
1992)
[7] “The world is flat, a brief history of the twenty-first centruy”,
Farrar, Strauss and Giroux, 2005.
[8]Maria Lorena Cook:” The politics of
labor reform in Latin America : between flexibility and rights”
The
Pennsylvania State university Press, University Park, PA, 2007