La verdad y la memoria
Saúl Escobar Toledo
La represión a los
estudiante normalistas de Ayotzinapa, en Iguala, la noche del 26 de septiembre,
ha puesto al país frente a un espejo que refleja una imagen aterradora. La
figura que surge de ese espejo muestra a una Nación desgarrada por la
violencia. Si a estos hechos sumamos los de Tlatlaya, queda claro que el
respeto a los derechos humanos se han
vuelto una ficción. Las instituciones del estado son incapaces de garantizar la
vida y la integridad de las personas. Aún más, algunas de ellas han sido las
principales promotoras de esas violaciones. México está transitando de un
estado fallido, inexistente, simulado, a un estado controlado cada vez más por terroristas que se han dado a la tarea de
aniquilar ciudadanos indefensos. Para la comunidad nacional e
internacional ni siquiera quedan claros
los motivos de esa barbarie.
La represión contra los
normalistas de Guerrero puede ser equiparada a la de Tlatelolco en 1968 o más
todavía, a la del 10 de junio de 1971.
Como en otros momentos de nuestra historia reciente, cuando se conocen
matanzas y represiones masivas, necesitamos conocer la verdad histórica y
preservar la memoria de estos hechos tan dolorosos.
José Revueltas decía hace
más de 46 años, refiriéndose a la
represión de la Plaza de las Tres Culturas:
“La bárbara matanza de
Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 es una herida que permanece abierta y
sangrante en la conciencia de México… sólo la justicia histórica puede cerrar
esta herida…Pero ni la justicia histórica ni nada ni nadie podrá borrar este
recuerdo; será siempre una acta de acusación y una condena… “
Aunque la situación y el
contexto histórico son muy diferentes, hoy también necesitamos conocer la
verdad para que haya justicia. Pero aún si se llegara a conocerla plenamente y
se castigara a todos los culpables de estos hechos, la memoria deberá
permanecer siempre entre nosotros y en las generaciones que nos sigan. Porque
sólo así: sabiendo qué pasó, quién lo hizo y por qué, podremos reconstruir al
país sobre otras bases y detener los crímenes de todos los días.
Esa verdad histórica tendrá
que rebasar el conocimiento de los personajes directamente involucrados, los
autores materiales, y también los autores intelectuales directos: los asesinos
que decidieron mandar a sus sicarios para matar y secuestrar a los estudiantes.
Tendrá que ir más al fondo, al origen de todo esto. Y en esa búsqueda tendremos
que saber y explicarnos cómo fue que las instituciones del Estado se
convirtieron primero en organismos incapaces de gobernar a la nación en paz y
se fueron convirtiendo en instrumentos de las mafias de delincuentes que hoy
gobiernan, en los hechos, amplias zonas del territorio nacional.
Importa saber no sólo el
nombre de las personas sino sobre todo las instituciones involucradas. Hoy,
todas ellas son sospechosas. Porque no sabemos cuántos presidentes municipales,
regidores o síndicos son actores pasivos que ven pasar los cadáveres frente a
sus oficinas. O cuántos y quiénes de ellos son parte del grupo de asesinos que
controla su municipio. Porque hoy no tenemos certeza de la conducta que guía a
muchos gobernadores de las entidades en las que el crimen organizado domina
casi totalmente. Porque hoy podemos
sospechar del involucramiento de jueces, generales del ejército, oficiales de
policía, procuradores, diputados, senadores y responsables del gobierno
federal. Y también de dirigentes de partidos políticos.
La imagen que nos proyecta
Iguala está colmada de 46 jóvenes normalistas. El dolor y la vergüenza
corresponden a esa cifra terrible. Pero
también la imagen refleja la magnitud del deterioro de nuestras instituciones.
¿Qué democracia es ésta? ¿A quiénes elegimos? Y ¿para qué?
El país y la comunidad
internacional necesitan saber, para
que se haga justicia pero también para que podamos detener la matanza. Y para
conocer la verdad es imprescindible ir más allá de Iguala y poner en el
banquillo, en un profundo y severo examen, a todas las instituciones en los
tres niveles de gobierno. No bastará conocer el nombre de las personas
involucradas. Resulta necesario conocer porqué fallaron las instituciones.
Desde hace años en México la
distancia entre la ley y la realidad se ha ido ensanchando cada vez más. Junto
a ello, también la brecha entre lo que se supone deben hacer los gobiernos y lo
que realmente sucede en la vida cotidiana del país. Este divorcio fue promovido
en muchos casos, deliberadamente; en otros por dolo, inercia y falta de
responsabilidad. Al final, sin embargo, la simulación se convirtió, en muchos
casos, una forma de gobierno.
Si bien en México la
distancia entre el discurso, la ley y la
realidad fue una característica del viejo estado revolucionario del siglo XX,
ahora el fenómeno es tanto o más grave
porque ya ni los mismos que gobiernan saben a ciencia cierta dónde termina la
ficción y empieza la verdad. Ni los más altos representantes del gobierno
tienen certeza de la integridad de sus colaboradores, subordinados o jefes.
Todos pueden ser sicarios de algún grupo o son delincuentes en potencia.
Para salir de esta situación
no hay otro camino que conocer la
verdad, saber lo más posible del estado que guardan las instituciones. Y para
averiguar esa verdad, alguien tiene que averiguarla. Puede ser una comisión de
ciudadanos intachables o un pacto entre gobernantes y sociedad, pero sea cual
sea la forma, el resultado tendrá que ser una amplia y profunda depuración[1]
del Estado mexicano. Eso debe llevar no sólo a la cárcel para los que
roban, matan y hoy gobiernan; no sólo
separación inmediata de sus cargos para quienes han actuado con irresponsabilidad
e ineficiencia. De conducir también a rehacer las instituciones. A volverlas a
construir. En algunos casos, quizás, a empezar de cero.
El PRD, al igual que muchas
de las instituciones del Estado, también se corrompió[2].
En este caso, su degradación empezó cuando se decidió que era más importante
ganar una elección que construir un partido desde abajo. Así, se seleccionaron como candidatos a personajes de dudosa o
sabida calidad moral, a verdaderos pillos que, sin embargo, tenían el dinero y
el poder necesarios para ganar una elección. Después, se establecieron alianzas electorales con otros partidos, sin importar la
orientación política de esas coaliciones, para impulsar a personajes de dudosa calidad
política progresista o cercana a los postulados
de la izquierda. Se terminó por hacer de las encuestas el parámetro de la
calidad moral y de la conducta política
de los candidatos. Si las encuestas son un instrumento válido para muchas
cosas, la verdad es que se convirtieron
en el único y mejor indicador de las decisiones del partido. Si ganarle al PRI
es un objetivo legítimo y necesario para hacer avanzar en el camino de la democracia,
este argumento se utilizó para apoyar a candidatos oportunistas que resultaron
iguales o peores que sus adversarios promovidos por el PRI.
Pero el pragmatismo
electoral no fue la única razón de los desaciertos. La otra fue el descuido
para evaluar a los gobiernos que triunfaron bajo las silgas del PRD. El partido no se esforzó por promover una forma de
gobierno distinta, alternativa, diferente. Bastaba ganar y lo demás vendría por
sí solo. Y lo que resultó fue, en varios casos, gobiernos que se comportaron
como los otros, que simulaban servir a sus ciudadanos. Pero muchos de esos
gobiernos, en realidad, se reciclaron en la dinámica general de deterioro del
Estado mexicano. Aún en los casos de gobiernos ejemplares, éstos no fueron aprovechados
para corregir los vicios de otras experiencias negativas, ni para estimular el
bueno gobierno, la honestidad y la transparencia.
Pero lo peor fue convertir al partido en una red de intereses. Todo se
conectó y adquirió una dinámica enfermiza. Los grupos internos promovieron
candidatos corrompidos, atrabiliarios o caciquiles a cambio de recursos y votos
en las elecciones internas. Los gobiernos electos se convirtieron en fuentes de
apoyo para los grupos y éstos a cambio de ello, solapaban y se beneficiaban de
la corrupción gubernamental. Las dirigencias partidarias se convirtieron en
cabezas de grupos de intereses que se apoderaban de las estructuras del partido
gracias al poder, el dinero y la complicidad de grupos de poder que actuaban
en el PRI, el PAN, la delincuencia organizada o en todos estos ámbitos al mismo
tiempo.
El partido fue secuestrado poco a poco por estos grupos de interés
internos y a través de ellos, por mafias
que, en el mejor de los casos, eran completamente ajenos a la izquierda y a cualquier
inspiración progresista, y en el peor… en el peor, como el de Iguala, a
delincuentes que dirigían a pandillas de
asesinos.
Este secuestro sin embargo, no fue, como en el conjunto del Estado
mexicano, ni general ni uniforme. No todos tienen ni han tenido la misma
responsabilidad. El problema sin embargo, como se señaló antes, más allá de los personajes, está la institución, el funcionamiento
colectivo, la maquinaria que nos ha llevado hasta donde hoy estamos.
Porque Iguala y Ayotzinapa reflejan a un partido cooptado por la delincuencia.
En el caso del PRD, también hay que
preguntarnos: ¿cuántos delincuentes se promovieron como candidatos a un puesto
de elección popular? ¿Cuántos están activos hoy, en este momento, planeando el
siguiente ilícito?
No lo sabemos pero deberíamos saberlo exactamente. Porque si bien no se
puede adivinar el comportamiento futuro de un candidato, si resulta necesario conocer su
trayectoria y tener mecanismos elementales de evaluación de su
desempeño.
El partido no lo hizo no sólo
porque no sabe cómo hacerlo puesto que nunca se lo ha propuesto. No lo hace porque eso significa alterar la red de intereses
que gobierna a este organismo político.
Saber la verdad del partido también es indispensable. Por ahí es donde se tiene que empezar. Es
necesario conocer a fondo la situación del partido para acabar con la red de
complicidades y hacer justicia empezando por casa. Y a partir de ahí volver a
reconstruirlo.
Porque la vinculación del PRD con el ex Alcalde de Iguala y con los
terribles hechos que ahí ocurrieron no deben ser vistos como un accidente o una
excepción. Su candidatura, su desempeño en la Presidencia Municipal, el
conocimiento de sus ligas con el crimen organizado, sus crímenes contra otros
perredistas, y la impunidad de la que disfrutó, no fueron un accidente: fueron
parte de la red de intereses que se impusieron en el partido.
El espejo de Iguala en el que se refleja el PRD tampoco puede servir
para echarle la tierra del olvido o de la confusión que se quiere crear según la cual todos tuvieron algo que ver para que así
nadie resulta responsable. Ello no sucederá por más que algunos dirigentes del partido
quieran. El vínculo entre el PRD y la terrible desgracia de Iguala quedará ahí
sin que nadie, como dijo Revueltas, “pueda borrar este recuerdo… será
siempre una acusación y una condena”.
Por eso el PRD tiene que reconstruirse. Se ha cerrado
el ciclo que comenzó hace 25 años y hay que volver a empezar. Para dar paso a la verdad y para que la
memoria de Iguala se grabe, se preserve y no olvidemos hasta dónde puede llegar
la corrupción, la ambición política y la complicidad con los personajes más siniestros
de nuestra tragedia nacional. Todos los
que somos o fuimos del PRD tenemos que ser los principales interesados en las
dos cosas: conocer la verdad y perpetuar la memoria.
Para lograrlo, como en el caso del Estado mexicano,
puede haber un grupo ciudadano o un acuerdo entre dirigentes del partido y
representantes de la sociedad que puedan conducir este proceso. Pero con una
condición: toda la dirigencia actual del partido tendrá que dejar sus cargos,
renunciar, para dar paso a una renovación total bajo nuevas bases que impidan
que el poder del dinero y el dinero del
poder se impongan otra vez en el partido.
La reconstrucción del Estado, en general, y la reconstrucción del partido,
específicamente, requieren una profunda revisión de sus estructuras y de
quienes hoy las encabezan. Se dirá que los que hoy gobiernan tanto al Estado
como al partido nunca estarán dispuestos a hacerlo. Eso, sin embargo, ya no depende sólo
de ellos. La violencia de los sicarios está tocando cada vez más a sus propias
puertas. Deben saber que si no se
detiene, pueden ser los próximos. Y la sociedad puede estar
dominada por el terror, pero no toda ni
todo el tiempo. Quien sabe cómo sucederá esta reconstrucción, quien dará el
primer paso: si algunos de los que hoy están al frente de estas instituciones,
o la sociedad, que se impondrá por encima de ellos. Lo mejor sería que fueran
las dos partes. Ello le ahorraría mucho sufrimiento a la Nación.
28
de octubre de 2014
[1] En el sentido de “someter a un funcionario a expediente para sancionar su conducta
política” según la RAE.
[2] El autor de estas líneas fue fundador del PRD y miembro de su
dirección nacional durante varios años, hasta
la última elección interna. Asumo por lo tanto lo que aquí se afirma en esas calidad y me hago cargo de
la responsabilidad que ello implica.