México
y Brasil: un tiempo bífido
Saúl
Escobar Toledo
Dos
realidades muy distintas se presentan hoy en América Latina después de las
elecciones brasileñas. Mientras que en esa nación sudamericana eligieron un
presidente que, como se ha comentado ampliamente, tiene un perfil ultraderechista,
en México está a punto de tomar posesión un mandatario que ha anunciado la
intención de poner en práctica un conjunto de políticas que se pueden
caracterizar como progresistas o de izquierda.
En
ambos casos se habla del fin de una etapa. En Brasil, el nacimiento de un
régimen de mano dura que rompe con la secuela de los gobiernos de Lula y Rousseff.
En nuestro país, en cambio, pronto iniciará una administración que trunca la continuidad
de las opciones neoliberales representadas por el PRI y el PAN.
La
opinión dominante, sobre todo en los medios, equipara de una manera abusiva
ambos fenómenos como si se tratara de cosas parecidas, y se conforma con una
fórmula simplista: ambos son una manifestación más del populismo que recorre
buena parte del mundo. Desde otro ángulo,
hay quienes aseguran que México ha llegado tarde a la ola izquierdista y que
Brasil es el ejemplo del fin de esa época. Por lo tanto, aducen, el proyecto de
López Obrador tiene la suerte echada. Y desde luego, están los que sostienen
que, a pesar de las adversidades y la derrotas en otras tierras, México será un
ejemplo de que la izquierda puede gobernar exitosamente.
Para
entender mejor el asunto, podría ser útil verlo desde una perspectiva más
amplia. Desde la gran recesión mundial de 2007, se ha hablado, cada vez con
mayor énfasis, de una crisis de la
democracia liberal, sistemas políticos basados en la democracia representativa.
En consecuencia, se han propagado las llamadas democracias no liberales (illiberal
democracies)[1],
regímenes que son democráticos en la forma (porque son
electos por sus ciudadanos) pero que ejercen el poder sin respetar las
libertades básicas de los ciudadanos. Yascha Mounk[2],
varios años después, consideró que en realidad deberíamos hablar de dos
fenómenos distintos: democracias no liberales y liberalismo sin democracia. En
este último caso estarían los gobiernos tecnocráticos neoliberales que dicen
defender esas libertades, pero sin mecanismo reales de consulta con los
ciudadanos. Las políticas económicas se deciden en las cúpulas y sus efectos
sociales son resentidos por la mayoría de la población, pero sus quejas no son
escuchadas. La globalización de los
mercados y el 1% más próspero deciden casi todo e imponen sus propios intereses
sin cortapisas institucionales.
Siguiendo
las líneas de este debate, podríamos decir que, frente al malestar de la globalización[3] ha
surgido una respuesta bífida, dos caminos distintos para enfrentar esos daños y
el descontento que han producido: una
democracia post neoliberal o un neoliberalismo tirano[4].
En
el primer caso podríamos situar experiencias como las de Bolivia y Uruguay, aún
en el gobierno, y las, por ahora desplazadas en Brasil, Argentina y Ecuador,
entre otros, pero también a tendencias políticas como Podemos en España,
Sanders en el Partido Demócrata de Estados Unidos, y Corbyn en el Laborista
inglés. En la otra vía, se ubica la pandilla europea de los cuatro: Orbán,
Kurz, Salvini y Kaczymski[5],
además de partidos de oposición como el Frente Nacional de Francia. La elección
de Trump en Estados Unidos representa uno de los ejemplos más destacados del
avance de esta tendencia. En el caso de los países en desarrollo, habría que
colocar en esta lista, de manera destacada, a Rodrigo Duterte en Filipinas. Ahora
habría que agregar a López Obrador de un lado y a Bolsonaro del otro.
Los partidarios de una democracia post
neoliberal se caracterizarían por sostener un ideario basado en cuatro temas fundamentales:
1) una agenda económica y social
redistributiva instrumentada mediante
diversos mecanismos: aumento de los salarios;
programas sociales de amplia cobertura para combatir la pobreza; y
subsidios diversos, dirigidos a mejorar los niveles de bienestar de la
población más vulnerable; 2) otorgar mayores derechos a la ciudadanía mediante
reformas legales y constitucionales para fortalecer los llamados DESC (derechos
económicos, sociales y culturales)[6]; 3) mantienen una ideología tolerante y
proactiva en asuntos como los derechos de las mujeres y el respeto a la diversidad sexual, pero también en
otras causas importantes: la migración,
los pueblos originarios, el cuidado del medio ambiente y el control de drogas; y
4) tratar de construir una diplomacia más distante de la órbita de Estados
Unidos.
Los
resultados obtenidos por los gobiernos nacionales, desde esta perspectiva, han
estado plagados de errores, insuficiencias y excesos. Pero la vigencia y la
intención de hacerlos realidad se mantiene en todas estas tendencias y, sobre
todo, en la movilización social.
Los
émulos del neoliberalismo tirano, en cambio, buscan coartar los derechos
fundamentales e inhibir la capacidad de los ciudadanos para estar informados y
tomar decisiones. Sostienen una agenda económica y social apegada al mandato
las élites económicas[7]. Y, sobre todo, promulgan una ideología
fuertemente conservadora, sostenida en un nacionalismo
racista y violento de corte homofóbico, machista, y antiinmigrante. Creen
que el consumo de estupefacientes debe perseguirse aplicando la máxima
violencia. Desprecian las políticas destinadas a
conservar el medio ambiente y los derechos de las minorías. Y, de manera
sobresaliente, amenazan constantemente con el uso de la fuerza para perseguir a
quien consideran sus enemigos: indigentes, migrantes, pueblos nativos, adictos,
homosexuales, y en particular a los defensores de los derechos humanos.
Mientras
tanto, los partidarios del actual estado de cosas, que se autoproclaman
liberales, siguen sin entender dónde está el problema. Creen que la libertad
irrestricta de los mercados ha sido beneficiosa para la mayoría y que la
democracia representativa tal y como ha funcionado en los últimos años, no
necesita ninguna reforma.
Mantienen todavía una gran influencia,
pero sus argumentos están perdiendo fuerza. Hace unos meses, Barak Obama, el
presidente que en su momento defendió a ultranza el libre comercio, advirtió
que, si bien la globalización y la tecnología han abierto nuevas oportunidades,
también:
“Han trastocado los sectores agrarios
e industriales de muchos países. Han reducido enormemente la demanda de ciertos
tipos de trabajadores y han contribuido a debilitar a los sindicatos y la
capacidad de negociación de los trabajadores. Han permitido que al capital le
resulte más fácil eludir las leyes y los reglamentos fiscales de las
naciones-Estado y transferir millones, miles de millones de dólares con solo
tocar una tecla de un ordenador”.
Remarcó que:
“La consecuencia de todas estas
tendencias ha sido el estallido de las desigualdades económicas. Unas cuantas
docenas de personas tienen tanta riqueza como la mitad más pobre de la
humanidad”. Todo ello, agregó, empeoró “debido al devastador efecto de la
crisis financiera de 2008… y el comportamiento irresponsable de unas élites que
provocó años de dificultades para la gente corriente de todo el mundo”
Y concluyó: “Por consiguiente, ahora que
conmemoramos el 100 aniversario de Madiba, nos encontramos en una encrucijada,
un momento en el que dos visiones muy distintas del futuro de la humanidad
compiten para conquistar a los ciudadanos de todo el mundo. Dos relatos
diferentes sobre quiénes somos y quiénes debemos ser”[8].
En efecto, Sr. Obama, hay dos
imaginarios hoy y aquí, en este mundo, porque el neoliberalismo tal y como lo
conocimos durante varias décadas está mostrando signos de agotamiento.
En esta narrativa bífida el asunto de
fondo está en que no se puede fortalecer la democracia y mantener las políticas
neoliberales: más tarde o más temprano el Estado acaba por liquidarse (Bauman[9])
y se abre el espacio más propicio para el despotismo.
Del otro lado, está claro que los
intentos de construir una democracia post neoliberal están obligados a respetar
los fundamentos de las economías de mercado; respetar las libertades de
expresión y manifestación; la separación de poderes; a gobernar con
transparencia y, ahora sabemos lo importante que resulta, a combatir la
corrupción.
Y, sin embargo, volver atrás para repetir los esquemas fallidos de la ortodoxia
neoliberal se antoja una posibilidad tanto o más remota. El mundo está
cambiando: Brasil ha caído, quién sabe por cuánto tiempo. Pero los tiranos
también cometen errores y son absolutamente inmorales y corruptos. Y, si
observamos la situación en Estados Unidos, las elecciones del 4 de noviembre
demostrarían que, con frecuencia, se desgatan rápidamente. No hay pues, en estos momentos, nada que
pueda indicarnos que la historia se ha inclinado claramente por alguno de las
dos opciones. Mal haríamos en confiar ciegamente en el nuevo gobierno, peor
sería creer que no nos queda otra opción más que las dictaduras, sean de los mercados,
de los gobernantes en turno, o de ambos.
saulescobar.blogspot.com
[1] El
término fue empleado por Fareed Zakaria desde 1997 en un artículo
publicado en la revista Foreign Affairs,
"The
Rise of Illiberal Democracy". Hay una traducción al español:
“El surgimiento de la democracia iliberal” en una edición del BID y el Gobierno
de Ecuador.
[3] Para
usar el término de Stglitz, J., en su libro, El malestar en la globalización.
Ed. Taurus, Madrid, 2002.
[4] En
su texto, Zakaria se refería a los gobiernos despóticos latinoamericanos de
finales de los noventa, como el de Menen en Argentina y Fujimori en Perú. En
los últimos años, las democracias no liberales han acentuado sus rasgos
autoritarios ostentando, sin pudor, ideologías y políticas que expresamente
niegan los derechos humanos. Su perfil los acerca más bien a lo que podría caracterizarse
como tiranías, con rasgos semi fascistas.
[5]
Victor Orbán, primer ministro de Hungría; Sebastían Kurz, canciller de Austria;
Mateo Salvini vicepresidente del gobierno de Italia; y Jarsolaw Kaczynski
considerado líder en la sombra del gobierno polaco.
[6] La
lista incluye entre otros, el derecho al trabajo, el derecho a la salud, el
derecho a la educación y el derecho a un nivel de vida adecuado, que deben ser
reconocidos por los Estados y exigibles por los ciudadanos.
[7]
Algunos de estos gobiernos propugnan un proteccionismo económico que ha tomado
diversas variantes. En el gobierno de Trump, un proteccionismo comercial que no
afecta la movilidad de los capitales financieros. En otros casos, como el
Brexit, apoyado fundamentalmente por los grupos políticos del Partido
Conservador, se trataba de un proteccionismo frente al gobierno de la Unión
Europea.
[8] The Nelson
Mandela Lecture. Barack Obama en Johannesburgo, Sudáfrica, en el Centenario
del aniversario del nacimiento de Nelson Mandela, Julio 17, 2018.
[9] Ver,
entre otros, Bauman, Zygmunt. Modernidad líquida. Buenos Aires. Fondo de
Cultura Económica. 1999. Dani Rodrik, profesor de la Universidad de Harvard
propuso la tesis que, dicha en unas cuantas palabras, sostiene que la
democracia, la soberanía de los estados nacionales y la integración económica
global son incompatibles. Se pueden combinar dos de estos elementos, pero no se
pueden tener los tres plena y simultáneamente. “The inescapable trilemma of the world
economy”, disponible en: http://rodrik.typepad.com.
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