La reforma de las pensiones: privatizar ganancias y socializar pérdidas (de nueva cuenta).
Saúl Escobar Toledo
El anuncio dado a conocer en Palacio
Nacional el 22 de julio, justo hace una semana, en el sentido de que se enviará
una iniciativa de ley “tripartita” destinada a “fortalecer el sistema de
pensiones”, deja más dudas que certezas. Ello se debe en buena medida a que no
se conoce el texto de la reforma. De esta manera, varias de las metas señaladas
en el comunicado oficial no están claramente sustentadas y dejan muchas
interrogantes en el aire. Los ejes fundamentales que se plantearon fueron: a)
un aumento escalonado de las aportaciones al seguro de retiro; b) una disminución
importante del número de semanas requeridas para alcanzar una pensión; y c) un
incremento a la cuantía de la pensión mínima garantizada.
Para lograr lo anterior, la
aportación patronal aumentará en forma gradual de 5.15% a 13.87% en un lapso de
ocho años. Y aquí empiezan los cuestionamientos porque sorprende que los
representantes de los empresarios que apenas un día antes reclamaban subsidios
y apoyos del gobierno, ahora festejen un proyecto de ley que afectará
directamente a las empresas. Adujeron que estas aportaciones entrarán en vigor
hasta 2023. Pero dos años de gracia no puede considerarse un plazo apropiado
pues aún no sabemos el momento en que la economía se vaya a recuperar al punto
en que se considere que están dadas las condiciones para aumentar los costos
laborales. Tampoco está claro, como se dijo extraoficialmente, que las pequeñas
y medianas empresas no serán afectadas debido a que “el aporte patronal será
diferenciado de acuerdo (con) los ingresos de los trabajadores”.
Este esquema tendrá que ser explicado
más detalladamente ya que puede inducir a que los patrones (de todo tipo)
congelen los ingresos de sus trabajadores. Como dijo el líder del CCE en una
entrevista a un medio de comunicación, lo cual fue reportado oportunamente por
El Sur, “nuestra sugerencia a todas las empresas es que el punto porcentual se
negocie dentro del paquete de prestaciones. Es decir, si le ibas a dar 7 por
ciento de aumento al trabajador, darle 6 por ciento al salario y un punto se lo
dejas en el cochinito”(sic). Muchos otros especialistas incluso del sector privado
han advertido que la reforma alentará la informalidad, puede ser un factor
inflacionario y será un freno para la inversión del país. Hay entonces un
riesgo evidente: el aumento de la cuota
patronal será pagado de una forma u otra por los trabajadores y afectará
sensiblemente el crecimiento del empleo formal y bien pagado.
Debe quedar claro que, para fines
prácticos, técnicos y legales, se trata de una reforma fiscal ya que según el Código respectivo, las aportaciones a
la seguridad social se consideran contribuciones para los gastos públicos,
obligatorias para las personas físicas y morales “conforme a las leyes fiscales
respectivas”. El aumento de la cuota patronal puede calificarse como una reforma
regresiva, muy distinta a la que se había propuesto por un grupo amplio de
organizaciones y personas, consistente en aumentar los gravámenes, mediante la
Ley del Impuesto sobre la Renta (a las personas físicas), a las grandes
fortunas que concentran la enorme mayoría de la riqueza y los ingresos en este
país. Una pena que se haya optado por un camino totalmente distinto.
El segundo objetivo, la disminución
de las semanas de jubilación (de 1250 a 750) probablemente beneficiará a los
trabajadores que les toque en suerte gozar esta nueva disposición, pero no está
claro a partir de cuándo. Algunos asumen que al otro día que se apruebe la ley
mientras que otros suponen que ello sucederá al final del periodo de transición,
allá por el 2030. Además, para mayor confusión, el boletín oficial afirma que
este requisito “posteriormente se elevará gradualmente, en un periodo de 10
años, a 1,000 semanas”. ¿En qué quedamos entonces?
Subsiste, por otro lado, el problema de la
cobertura. Los altos niveles de informalidad, cercanos al 60% han sido la causa
principal de que el sistema haya incluido a un reducido número de trabajadores;
sin embargo, también debe tomarse en cuenta la enorme cantidad de ocupaciones
vulnerables o precarias (muchas de ellas por medio de la subcontratación). La
reforma no ofrece alternativas para mejorar la calidad del empleo y, además, deja
pendiente, de manera indefinida, los cambios para los trabajadores del apartado
B.
El tercer objetivo, el incremento de
la cuantía de la pensión mínima garantizada,
llama igualmente la atención por la vaguedad de los números debido
a que, se afirma, esta aportación se
incrementará en función de la edad, el salario y las semanas de cotización. En
declaraciones hechas por un funcionario del CCE se aseguró que el
gobierno pagará más a los que ganan menos, por ejemplo, “si un trabajador gana
un salario mínimo el gobierno asumirá el 100% del aumento”. La pregunta que surge es ¿cuánto significará
para las finanzas públicas esta nueva carga? ¿Qué tanto representará en materia
de endeudamiento público?
Otras afirmaciones hechas por
funcionarios de Hacienda y el CCE parecen sólo buenas intenciones: por ejemplo,
reducir las comisiones de las AFORES.
Éstas, por cierto, manejarán, según estos voceros, una cantidad de
recursos que pasará de un estimado actual de 17.2% hasta el 40% del PIB. Sin
duda éste es uno de los objetivos de la reforma que motiva tanta alegría a sus
impulsores. Por lo menos eso se desprende de los estudios de la OCDE y de la
iniciativa del Partido Acción Nacional, documentos que, muy probablemente, sirvieron
de base al documento presentado ese miércoles 22.
Por otro lado, está el tema de los
rendimientos. Teóricamente, para que el trabajador obtenga una buena pensión,
las SIEFORES tienen que invertir en instrumentos muy rentables. De ahí la
propuesta de que se eleve el porcentaje permitido para fondos de renta variable
en el extranjero. Ello, sin embargo, implica mayores riesgos. Por el contrario,
invertir en bonos de deuda pública es más seguro, pero ofrece menores
rendimientos. Esta contradicción, junto con el cobro de jugosas comisiones, ha
causado una incertidumbre permanente y frecuentes altas y bajas en las cuentas
de los trabajadores. Se trata de un problema sin solución porque el sistema se
basa en un negocio diseñado para ofrecer ganancias a las agencias privadas, no
mejores prestaciones laborales.
En síntesis, la reforma puede
castigar a las pequeñas y medianas empresas y afectar negativamente el empleo y
los ingresos laborales. La prisa por anunciar una reforma que empezará a
aplicarse, probablemente, dentro de dos años, no sólo desentona con el momento
económico que estamos viviendo. Desde el punto de vista político parece sellar
un compromiso del gobierno con el sector más poderoso de los empresarios para
cancelar definitivamente otras reformas como la de gravar a las personas más acaudaladas,
establecer un seguro de desempleo, y el financiamiento de otros programas como
la renta básica. Además, contradice la promesa presidencial de no aumentar la
carga fiscal ni endeudar más al país. Cuestiones que, por cierto, recaerán,
principalmente, en la administración que tomara posesión en diciembre de 2024
(no importa de qué signo partidario).
La presentación de la iniciativa de
ley y su discusión en el congreso seguramente despertará reacciones no tan
festivas como las que se dieron en Palacio Nacional. No puede esperarse que muchos
empresarios, sobre todo los pequeños y medianos, se sientan tan conformes; ni
que otras representaciones sindicales, incluso las que formaron parte del viejo
aparato corporativo, vayan a quedarse calladas. Esperemos que los legisladores,
sobre todo del partido mayoritario, estén dispuestos a promover un debate amplio
e informado. Según la OIT, de 30 países que privatizaron el sistema, 18 lo
revirtieron y regresaron a un modelo público y solidario. Y tuvieron éxito.
¿Por qué entonces, reforzar un modelo que ha saqueado los bolsillos de los
trabajadores?
saulescobar.blogspot.com
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