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martes, 28 de agosto de 2018

Las coordenadas de la historia: elecciones 2018 en México


2018: las coordenadas de la historia
Saúl Escobar Toledo
Stefan Zweig, en su extraordinaria biografía de Fouché, cuenta que  Napoleón Bonaparte se quejaba  de la política, a la que se refiere como la “nueva fatalidad”, la “fatalité moderne”. Pensaba, seguramente,  en la política realmente existente, la  que no ha cambiado tanto desde hace 200 años, la que se apoya en la demagogia, las intrigas, los acuerdos bajo la mesa y las especulaciones.
Los acontecimientos posteriores a las elecciones del pasado 1º de julio han sido vistas, con frecuencia, desde el punto de vista de la fatalité moderne: resaltan la personalidad política de los hombres y mujeres del futuro equipo de gobierno; y los dichos, promesas, pifias, aciertos discursivos y contradicciones del presidente electo.
Es cierto, prácticamente todos los días hay nuevos anuncios de nombramientos, programas y definiciones. Parecería que hay demasiadas promesas, pero también poca claridad en su instrumentación. Desde este punto de vista, el cambio parece incierto. Se presta por tanto a interpretaciones extremas: o bien presagian su fracaso;  o estamos frente a un futuro gobierno que podrá realizar cambios de fondo y construir un nuevo país.
En el primer sentido se destacan los compromisos de López Obrador con los empresarios;  medidas como la reubicación de las secretarías de Estado, que se consideran irrealizable; sus programas sociales, que parecen insuficientes; su posición conservadora  en materia fiscal; y su aparente deseo de concentrar el poder a través de las llamadas coordinaciones estatales. Algunos de plano lo pintan como un priista de viejo cuño.
Por el otro lado, quienes tienen una visión más optimistas, subrayan su resolución para cancelar la reforma educativa; algunos rasgos de su programa frente a la violencia y la pacificación, como la posible legalización de algunas drogas y la importancia que le ha conferido al tema de las víctimas y los desaparecidos;  su determinación para de no permitir ningún acto de corrupción;  el anunció de una política salarial distinta; y, en fin, sus intenciones  de echar a andar la economía con nuevos proyectos, por ejemplo reactivando la agricultura en el sureste del país.
Ese optimismo se basa también en  la determinación del próximo presidente; en la fuerza otorgada por 30 millones de votos; y en la debilidad de sus adversarios, principalmente los partidos políticos, que llegan muy disminuidos, con poca fuerza y sobre todo envueltos en una crisis severa de identidad y rumbo.
Frente al escepticismo y la confianza en las personas, hay que encontrar lugar para otra visión, una visión histórica, menos anecdótica, para entender los acontecimientos actuales y futuros. Esta forma de ver las cosas se basaría en una perspectiva de más largo plazo que tome en cuenta no sólo lo que ha pasado desde el 1º de julio sino mucho más atrás: un panorama, por lo menos, de varias décadas.
Creo que este enfoque de larga duración está haciendo falta para no perdernos en los recovecos de la fatalité moderne, de la política entendida como especulación y yerros o aciertos personales.
Así, para tratar de comprender a dónde vamos o a dónde podemos ir, quizás sea necesario reflexionar en qué situación nos encontramos ahora y cuáles son los orígenes de la catástrofe actual, nuestro presente.
Para empezar, habría que tomar en cuenta que el país está en una situación extrema. En una crisis que no se había observado desde los primeros años del siglo XX. En primer lugar, la violencia cotidiana que parece perder  significado y trascendencia y que, sin embargo, representa una tragedia humana de grandes dimensiones y una amenaza a la viabilidad de la nación y a su soberanía.
En segundo lugar, y ligado a lo anterior, la extrema debilidad de las instituciones del Estado. Corroídas por la corrupción, infiltradas por el crimen organizado y ahora parte integrante de las mafias que se disputan el control de los territorios, las vidas y las ganancias ilícitas.
En tercer lugar, la rendición del Estado a la globalización, a los dictados de los mercados, sobre todo mediante la integración al TLCAN. Conocemos sus resultados: un crecimiento económico débil; enormes desigualdades regionales; una transferencia brutal de valor y riqueza del trabajo al capital; pobreza crónica en amplios sectores de la población; y el saqueo persistente de los recursos naturales  de las comunidades.
Detengámonos aquí, en estos tres rasgos. Y quizás veamos que no sólo nos explican los resultados electorales del 1º de julio sino sobre todo el perfil de una sociedad y un país que apenas sobrevive.
Las razones de este desastre apenas las hemos entendido. Todavía no está muy claro el tamaño y la profundidad del fenómeno de la violencia y la impunidad. Nos hemos quedado en los superficial, las pugnas de las bandas del narco, las inmensas ganancias que deja ese comercio ilícito. Pero hay todavía muchas cosas qué explicar. Tantas que ni siquiera la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa se ha aclarado, como un ejemplo de lo muchos que desconocemos sobre este asunto.
Lo mismo sucede con la debilidad de nuestras instituciones. ¿Cómo pasamos de un Estado fuerte, autoritario, déspota pero capaz de mantener una paz social como la que observamos durante varias décadas, a un régimen que no puede ni siquiera ponen un mínimo orden en amplias zonas del país?
En el caso de la subordinación a la globalización, sabemos quizás un poco más, pero hemos discutido poco sus efectos sobre la democracia,  el sentir de la sociedad y la liquidación de las instituciones.
Si tomamos esta perspectiva,  tendremos que recodar que: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado” (Marx, 18 Brumario)
Por ello, si no entendemos cabalmente ese pasado, difícilmente podremos advertir las coordenadas  de la  historia que ubican estos momentos de grandes incertidumbres.
En las próximas semanas y meses  veremos cómo las palabras se convierten en hechos. Lo deseable sería que se avanzara en la búsqueda de una mayor soberanía nacional; en  una democracia basada en el respeto de los derechos humanos; y en una amplia libertad de expresión y manifestación.
Para ello, se requeriría poner cierta distancia con el  esquema de integración con Estados Unidos, no sólo en materia económica y financiera sino también en lo que se refiere a la seguridad hemisférica, la lucha contra las drogas y el crimen organizado. Una política de seguridad independiente de EU podría sentar las bases de una reconstrucción de las instituciones públicas.
Por su parte, una estrategia basada en el reconocimiento, aplicación y ensanchamiento de los derechos de la gente podría traer un poco, al menos un poco, de mayor tranquilidad.  Con base en ello, tendría sentido una política redistributiva que acelerara el crecimiento económico mediante un aumento de la demanda interna.
En una sociedad de mercado y bajo un sistema político de democracia representativa que está en crisis en el mundo pero que sigue vigente, éstos podrían ser los límites y posibilidades del cambio que puede encabezar el nuevo gobierno.
En resumen, si atendemos el curso más amplio de la historia, quizás lo que esté en juego sea un proyecto más modesto desde el punto de vista ideológico, pero de una gran trascendencia para la vida de los mexicanos pues  podría darle un poco de oxígeno a un país que se ahoga en la inseguridad, las carencias y el desgobierno.
De ahí también la dimensión de un posible fracaso: significaría no  sólo la vuelta de los neoliberales sino también  el agravamiento de una crisis que ya no tendría salidas democráticas y pacíficas.
A final de cuentas, cualquiera que sea el futuro, la crítica y la movilización popular son los recursos que nos quedan. El próximo gobierno puede abrir una oportunidad mayor para que corra libremente  la insurgencia ciudadana. Habría  que aprovecharla.

saulescobar.blogspot.com











miércoles, 15 de agosto de 2018

En este artículo discuto el tema de globalización y democracia con base en un escrito de Dani Rodrik. Comenta también el caso del TLCAN

Integración económica y democracia
Saúl Escobar Toledo

Según las últimas informaciones divulgadas por la prensa, la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) está avanzando aunque no sabemos si concluirá pronto y cuáles serán sus resultados. Vale la pena entonces adelantar algunas reflexiones sobre la relación entre la integración económica del país a la economía mundial y los avances de nuestra democracia. ¿Hay alguna relación? Esa inserción ¿puede servir para alentar el cambio político o, al contrario, para inhibirlo?
Para discutir este asunto recurrimos a un breve escrito del economista turco y profesor de la Universidad de Harvard, Dani Rodrik, quien en 2007 propuso lo que llamó un trilema, una encrucijada con tres opciones que se convierte, según sus propias palabras, en un teorema sin solución (disponible en http://rodrik.typepad.com). Lo que plantea, en síntesis, es   que la democracia, la soberanía nacional y la integración económica global son incompatibles. Se pueden combinar dos de estos elementos, pero no se pueden tener los tres plena y simultáneamente.
Una de las razones más importantes es que las políticas y las regulaciones de los estados nacionales se riñen con una adhesión plena a la economía global. Frente a ello, una opción consistiría en que los gobiernos de cada país respondan sólo o principalmente a la globalización, pero ello supone sacrificar los objetivos o metas domésticos. Por ello, esta opción es incompatible con la democracia. En realidad, este camino, con diversos matices es el que ha predominado en casi todas las naciones durante las últimas décadas. Su costo político ahora, sobre todo después de la crisis mundial de 2008,  es evidente.
Otra posibilidad sería tratar de construir un sistema democrático basado en un federalismo global que permita alinear las decisiones políticas con las necesidades de la integración a los mercados internacionales. Esta opción, sin embargo, ha resultado muy difícil de hacerse realidad incluso en el caso de países similares. Tal es el caso de la Unión Europea. Existe un Parlamento  y varios órganos de gobierno comunes, pero sus decisiones y acuerdos han sido criticados por que no representan el sentir y las necesidades  de todos sus ciudadanos. Frecuentemente, se imponen los intereses de los países más fuertes.
El tercer camino consiste en atemperar la relación con la económica global como sucedió con el régimen de Bretton Woods que estuvo vigente desde la segunda posguerra hasta los años setentas y que impuso controles a los flujos de capital y al comercio mundial. Se alcanzó una globalización menor, pero las naciones gozaban de  una soberanía nacional más amplia.
En conclusión, dice Rodrik, si queremos mayor globalización debemos o bien sacrificar la democracia o la soberanía nacional. Pretender que las tres cosas se pueden lograr simultáneamente no lleva a ningún lado.
Por su parte, en un ensayo publicado recientemente  en Project Syndicate, Kemal Davies y Caroline Conroy (disponible en www.project-syunidcate.org), retomando la encrucijada de Rodrik, propusieron explorar el tema de una política global. Según ellos, el avance de la integración económica mundial ha sido implacable a través del comercio y la migración de personas. Sin embrago, el sistema internacional sigue siendo una colección de economías nacionales que responde a las políticas domésticas en materia de tributación, gasto público y regulación.
Para resolver esta contradicción se requieren entonces instituciones  y regulaciones globales como las que ya existen a cargo del FMI (Fondo Monetario Internacional) y la OMC (Organización Mundial de Comercio) así como del Banco Mundial y los organismos de Naciones Unidas.
Sin embargo, hasta ahora, las contradicciones entre las políticas y regulaciones domésticas y las que dictan los organismos multilaterales no sólo no han conciliado los propósitos de unos y otros. También han generado una amplia insatisfacción ciudadana. De este malestar surgen respuestas como las de Trump, proponiendo un nacionalismo de nuevo tipo que lejos de intentar fortalecer las instituciones internacionales pretende  desmantelarlas con la intención de eliminar cualquier tipo de  regulación.  La UE sigue una línea opuesta, tratando de alentar sus propias normas,  pero también se ha quedado corta en algunos asuntos que tienen que ver con la fijación de estándares que afectan a diversas naciones.
Un ejemplo de esas fallas consiste por ejemplo en permitir que las empresas multinacionales paguen pocos impuestos, lo que exacerba la desigualdad y debilita los presupuestos públicos. Sólo una cooperación y regulación internacional permitiría atacar este problema. Lo mismos sucede con el cambio climático.
Se requiere entonces fortalecer y sobre todo crear nuevas instituciones mundiales. Ello mediante un debate que lleve a un acuerdo que permita el ejercicio de una política global bajo un nuevo concepto de democracia. Por otro lado, una regulación mundial sin instituciones internacionales legítimas implicaría el fortalecimiento de sistemas políticos autoritarios, lo que resulta inaceptable.
En síntesis, según este último artículo, Rodrik propone menos globalización y más democracia, mientras que Trump desea fortalecer el nacionalismo debilitando tanto los valores democráticos  como  la globalización. Por ello, concluyen, el desafío del siglo XXI es construir una nueva política global que reciba un amplio consenso democrático.
Transportemos este debate a la situación de México. Durante los últimos 35 años nuestra incorporación a la economía mundial (vía TLCAN) ha sacrificado los intereses del estado nacional y de los mexicanos en materia sobre todo de trabajo, salarios y condiciones laborales, pero también en lo que toca a su diversificación comercial y en su potencial de crecimiento. Incluso ha influido en la estrategia contra el crimen organizado. De esta manera, también se afectaron las instituciones democráticas. Se logró un régimen de alternancia, pero se debilitó la capacidad del Estado para atender el bienestar y el mantenimiento de la paz. Nuestro caso es ejemplar para ilustrar la encrucijada de Rodrik: de las tres cosas, soberanía nacional, democracia e integración económica, se escogió darle prioridad a la última en detrimento de las dos primeras.
¿Cuáles podrían ser las opciones ahora?  La estrategia Davies-Conroy significaría fortalecer al TLCAN creando instituciones trilaterales más fuertes, pero ello parece casi imposible con el gobierno de Trump, sobre todo el en el caso de problemas fronterizos como la migración y el tráfico de drogas y armas.
En nuestro caso, aquí y ahora, la opción Rodrik parece más adecuada: modular la anexión que nos ata al  TLCAN, tratando de ganar cierta margen de soberanía nacional con el objetivo de atender mejor los objetivos del estado nacional y de los mexicanos. Ello, a su vez, fortalecería el consenso político y la posibilidad de un cambio para abatir la desigualdad, la pobreza y la violencia que azotan a nuestro país.
Una tercera opción consistiría en  construir un gobierno nacional más fuerte y soberano, pero menos democrático y casi completamente aislado de la economía mundial. Creo es otra opción debería descartarse.
La posibilidad de modular nuestra integración  económica significaría una renegociación del TLCAN exitosa que elevara, entre otras cosas, los estándares en materia laboral. Sin embargo, quedarían pendientes  los otros temas de la agenda bilateral: migración y regulación de enervantes.
Esta opción, por lo tanto, aunque sea la más recomendable, deja abierta la posibilidad de  un conflicto con el gobierno actual de Estados Unidos, con o sin un TLCAN renegociado.
El tamaño y complejidad de la querella lo veremos en los próximos  meses, quizás semanas. En cualquier caso, estaremos mejor preparados para ello si contamos con un gobierno dispuesto a defender la democracia antes que la integración económica a toda costa, y que cuente, por lo tanto, con el respaldo de los mexicanos.
saulescobar.blogspot.com

miércoles, 1 de agosto de 2018


El azote del mundo contemporáneo: los paraísos fiscales
Saúl Escobar Toledo

Uno de los problemas más graves que enfrentan los gobiernos hoy en día, es la falta de recursos públicos para impulsar el crecimiento económico y otorgar mejores niveles de vida a su población. Esta deficiencia ocurre por diversas razones, pero hay una muy importante de la que poco se habla: los paraísos o refugios fiscales (en inglés tax havens). 
En estos lugares, los bancos reciben depósitos de personas de todo el mundo por los cuales no pagan impuestos y, sobre todo, se dedican a esconder dinero y diversos activos financieros de sus clientes, con el objeto de evadir las obligaciones señaladas por la ley en sus países de origen.
En torno a este asunto, hace unos años, un investigador de la Universidad de Berkeley, California, Estados Unidos, Gabriel Zucman, publicó un libro titulado “La riqueza escondida de las Naciones: el azote de los refugios fiscales” (Universidad de Chicago, 2015), considerado por Thomas Piketty, el prestigiado economista francés, el mejor libro que se haya escrito sobre el tema.
En el prólogo del libro citado, Piketty subraya que esos paraísos son una de las causas más poderosas de la desigualdad mundial y representan, así mismo, una amenaza para las democracias contemporáneas.   Ello se debe a que rompen el contrato social básico de las sociedades de mercado: que todo mundo debe pagar impuestos de manera equitativa y justa para tener acceso a los bienes y servicios públicos. Si los individuos más ricos y las corporaciones más poderosas evaden el pago de sus contribuciones, entonces ese contrato pierde sentido. La inmensa mayoría de la población y los empresarios pequeños y medianos observan que están pagando más que los de arriba, lo que los lleva a poner en duda la viabilidad de un estado social sostenido entre todos. Surgen entonces otras tentaciones: las soluciones ultranacionalistas, las divisiones étnicas y las políticas de odio. Esto, sobre todo, en el caso de los países desarrollados.
En lo que tocas a los países en desarrollo, el problema es más dramático pues esa riqueza oculta acentúa la falta de recursos públicos ahí donde las necesidades son mayores y la dependencia del financiamiento externo es más angustiosa. En México, por ejemplo, la recaudación es todavía muy baja en comparación a otros países, tanto de desarrollo similar como de mayor tamaño económico.  Ello ha repercutido en una caída de la inversión pública en infraestructura y por lo tanto en las tasas de crecimiento. Asimismo, el dinero destinado al educación y salud, escasea constantemente.  Con lo poco que se obtiene mediante el fisco, al gobierno sólo le queda recurrir al endeudamiento público, pero esta opción tiene un límite y hace más vulnerable las finanzas públicas frente a las amenazas externas e internas. Estas últimas provienen, además, frecuentemente de los mismos beneficiarios de los refugios fiscales: los superricos y los grandes consorcios que amenazan constantemente con fugar sus capitales si ven signos de inestabilidad, o como una forma de presión para obtener mayores privilegios. Así, las élites pueden ahorcar a los gobiernos jalando ambas puntas: de un lado contribuyen menos a las finanzas públicas y del otro llevan parte de sus inmensas fortunas a lugares donde nadie o casi nadie puede detectarlos.
De ahí la importancia de conocer cómo operan, cuánta riqueza albergan y qué se puede hacer para combatir estas malas prácticas. Se trata además de un fenómeno que sigue creciendo aceleradamente a pesar de que fue reconocido públicamente como una de las causas de la crisis mundial de 2008.  
Según el libro, el monto global de los activos financieros en manos de personas físicas (sin tomar en cuenta a las empresas) alcanza actualmente 95.5 billones de dólares; el 8%, es decir 7.6 billones, está en cuentas localizadas en paraísos fiscales.
La suma total escondida, esos 7.6 billones, varía según la región de origen. La mayor parte   proviene de residentes de Europa y en segundo lugar de Estados Unidos. América Latina se encuentra en cuarto lugar después de Asia. En el caso de nuestra región, el autor calcula que por lo menos 700 mil millones de dólares están depositados en los refugios y representan el 22% del total de la riqueza financiera de esta parte del mundo, provocando un considerable daño al erario.
El esquema de operación es sencillo: los bancos ubicados en los refugios fiscales reciben depósitos de personas que residen fuera ese territorio. Para facilitar la evasión, crean empresas fantasmas (compañías inventadas con el único propósito de ocultar el nombre de los socios); facturas falsas; y cuentas con nombres ficticios que sólo existen en esas filiales. De esta manera, se desconecta la propiedad legal de los beneficiarios de esos instrumentos financieros. Los verdaderos poseedores no son conocidos pues disfrazan su verdadera identidad.
Por otra parte, según el autor, las corporaciones también se benefician de los paraísos fiscales. Las multinacionales mueven libremente sus ganancias de un territorio a otro, según su conveniencia, buscando pagar menores gravámenes.  Para ello, una primera estrategia consiste en realizar préstamos de una filial a la otra, con el objetivo de que las ganancias aparezcan registradas en lugares como Luxemburgo o las Bermudas donde no se cobran impuestos. La segunda técnica, más importante, consiste en manipular los precios de transferencia, es decir los precios por los cuales una filial compra de otra sus propios insumos. Y claro, los vendedores se ubican en aquellos lugares donde las ganancias no se gravan mientras las pérdidas se ubican en los libros de contabilidad de las empresas ubicadas en países como Estados Unidos o Europa. Es lo que hacen usualmente empresas gigantes como Google, Apple y Microsoft.
Las maniobras de las empresas se han vuelto cada vez más sofisticadas a pesar de que la tasa impositiva ha disminuido constantemente desde los años setenta del siglo pasado. Se ha llegado a pensar que los países no tienen más remedio  que competir entre si bajando los impuestos pues el dinero se mueve libremente y sin vigilancia,  de un lado al otro, buscando siempre un lugar más seguro y rentable.
Los refugios fiscales más importantes son: Suiza, el país pionero en esta materia y todavía el corazón del sistema, que alberga un monto calculado en 2.3 billones de dólares; le siguen Luxemburgo, el otro gran refugio sobre todo de fondos de inversión, y las Islas Vírgenes, que se distingue por la existencia de una gran cantidad de empresas de papel. Estos países formarían, según Zucman, el trío siniestro de la evasión. Pero también habría que mencionar a las Islas Caimán, Irlanda y, por supuesto, a Panamá, entre otros.
La manera más eficaz de terminar con la opacidad, propone el autor, consiste en crear un registro mundial de la riqueza financiera, una cuenta central concentradora coordinada por los gobiernos y las organizaciones internacionales que permita transparentar la propiedad y los movimientos de esos capitales. En realidad, abunda Zucman, ya existen diversas cuentas concentradoras tanto en EU como en Europa, pero no abarcan a todo el mundo ni se comunican entre sí y, sobre todo, son de administración privada.
Mientras eso sucede, lo que exigiría una mayor voluntad política de los principales gobiernos del mundo, cada país tendrá que lidiar con el problema con mecanismos de colaboración internacional muy deficientes y con sus propios sistemas de administración frecuentemente contaminadas por la corrupción y la complicidad política. El gobierno de López Obrador tiene aquí otro reto de grandes dimensiones: disminuir la evasión fiscal evitando, hasta donde se pueda, la fuga impune de capitales a los paraísos fiscales. Ello requerirá firmeza para resistir las presiones de los más poderosos. El problema es que, si no está dispuesto a aumentar impuestos, la única manera de hacerse de más recursos es detectando las trampas de los grandes evasores.
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