2018: las coordenadas de la
historia
Saúl Escobar Toledo
Stefan Zweig, en su
extraordinaria biografía de Fouché, cuenta que Napoleón Bonaparte se quejaba de la política, a la que se refiere como la
“nueva fatalidad”, la “fatalité moderne”. Pensaba, seguramente, en la política realmente existente, la que no ha cambiado tanto desde hace 200 años,
la que se apoya en la demagogia, las intrigas, los acuerdos bajo la mesa y las
especulaciones.
Los acontecimientos posteriores a
las elecciones del pasado 1º de julio han sido vistas, con frecuencia, desde el
punto de vista de la fatalité moderne: resaltan la personalidad política de los
hombres y mujeres del futuro equipo de gobierno; y los dichos, promesas,
pifias, aciertos discursivos y contradicciones del presidente electo.
Es cierto, prácticamente todos
los días hay nuevos anuncios de nombramientos, programas y definiciones. Parecería
que hay demasiadas promesas, pero también poca claridad en su instrumentación. Desde
este punto de vista, el cambio parece incierto. Se presta por tanto a
interpretaciones extremas: o bien presagian su fracaso; o estamos frente a un futuro gobierno que podrá
realizar cambios de fondo y construir un nuevo país.
En el primer sentido se destacan
los compromisos de López Obrador con los empresarios; medidas como la reubicación de las secretarías
de Estado, que se consideran irrealizable; sus programas sociales, que parecen insuficientes;
su posición conservadora en materia fiscal;
y su aparente deseo de concentrar el poder a través de las llamadas
coordinaciones estatales. Algunos de plano lo pintan como un priista de viejo
cuño.
Por el otro lado, quienes tienen
una visión más optimistas, subrayan su resolución para cancelar la reforma
educativa; algunos rasgos de su programa frente a la violencia y la
pacificación, como la posible legalización de algunas drogas y la importancia
que le ha conferido al tema de las víctimas y los desaparecidos; su determinación para de no permitir ningún
acto de corrupción; el anunció de una
política salarial distinta; y, en fin, sus intenciones de echar a andar la economía con nuevos
proyectos, por ejemplo reactivando la agricultura en el sureste del país.
Ese optimismo se basa también en la determinación del próximo presidente; en la
fuerza otorgada por 30 millones de votos; y en la debilidad de sus adversarios,
principalmente los partidos políticos, que llegan muy disminuidos, con poca
fuerza y sobre todo envueltos en una crisis severa de identidad y rumbo.
Frente al escepticismo y la
confianza en las personas, hay que encontrar lugar para otra visión, una visión
histórica, menos anecdótica, para entender los acontecimientos actuales y
futuros. Esta forma de ver las cosas se basaría en una perspectiva de más largo
plazo que tome en cuenta no sólo lo que ha pasado desde el 1º de julio sino
mucho más atrás: un panorama, por lo menos, de varias décadas.
Creo que este enfoque de larga
duración está haciendo falta para no perdernos en los recovecos de la fatalité
moderne, de la política entendida como especulación y yerros o aciertos
personales.
Así, para tratar de comprender a
dónde vamos o a dónde podemos ir, quizás sea necesario reflexionar en qué
situación nos encontramos ahora y cuáles son los orígenes de la catástrofe
actual, nuestro presente.
Para empezar, habría que tomar en
cuenta que el país está en una situación extrema. En una crisis que no se había
observado desde los primeros años del siglo XX. En primer lugar, la violencia
cotidiana que parece perder significado
y trascendencia y que, sin embargo, representa una tragedia humana de grandes
dimensiones y una amenaza a la viabilidad de la nación y a su soberanía.
En segundo lugar, y ligado a lo
anterior, la extrema debilidad de las instituciones del Estado. Corroídas por
la corrupción, infiltradas por el crimen organizado y ahora parte integrante de
las mafias que se disputan el control de los territorios, las vidas y las
ganancias ilícitas.
En tercer lugar, la rendición del
Estado a la globalización, a los dictados de los mercados, sobre todo mediante
la integración al TLCAN. Conocemos sus resultados: un crecimiento económico
débil; enormes desigualdades regionales; una transferencia brutal de valor y
riqueza del trabajo al capital; pobreza crónica en amplios sectores de la población;
y el saqueo persistente de los recursos naturales de las comunidades.
Detengámonos aquí, en estos tres
rasgos. Y quizás veamos que no sólo nos explican los resultados electorales del
1º de julio sino sobre todo el perfil de una sociedad y un país que apenas
sobrevive.
Las razones de este desastre
apenas las hemos entendido. Todavía no está muy claro el tamaño y la
profundidad del fenómeno de la violencia y la impunidad. Nos hemos quedado en
los superficial, las pugnas de las bandas del narco, las inmensas ganancias que
deja ese comercio ilícito. Pero hay todavía muchas cosas qué explicar. Tantas
que ni siquiera la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa se ha
aclarado, como un ejemplo de lo muchos que desconocemos sobre este asunto.
Lo mismo sucede con la debilidad
de nuestras instituciones. ¿Cómo pasamos de un Estado fuerte, autoritario,
déspota pero capaz de mantener una paz social como la que observamos durante
varias décadas, a un régimen que no puede ni siquiera ponen un mínimo orden en
amplias zonas del país?
En el caso de la subordinación a
la globalización, sabemos quizás un poco más, pero hemos discutido poco sus
efectos sobre la democracia, el sentir
de la sociedad y la liquidación de las instituciones.
Si tomamos esta perspectiva, tendremos que recodar que: “Los hombres hacen
su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias
elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se
encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado” (Marx,
18 Brumario)
Por ello, si no entendemos
cabalmente ese pasado, difícilmente podremos advertir las coordenadas de la historia que ubican estos momentos de grandes
incertidumbres.
En las próximas semanas y meses veremos cómo las palabras se convierten en
hechos. Lo deseable sería que se avanzara en la búsqueda de una mayor soberanía
nacional; en una democracia basada en el
respeto de los derechos humanos; y en una amplia libertad de expresión y
manifestación.
Para ello, se requeriría poner
cierta distancia con el esquema de
integración con Estados Unidos, no sólo en materia económica y financiera sino
también en lo que se refiere a la seguridad hemisférica, la lucha contra las
drogas y el crimen organizado. Una política de seguridad independiente de EU
podría sentar las bases de una reconstrucción de las instituciones públicas.
Por su parte, una estrategia
basada en el reconocimiento, aplicación y ensanchamiento de los derechos de la
gente podría traer un poco, al menos un poco, de mayor tranquilidad. Con base en ello, tendría sentido una política
redistributiva que acelerara el crecimiento económico mediante un aumento de la
demanda interna.
En una sociedad de mercado y bajo
un sistema político de democracia representativa que está en crisis en el mundo
pero que sigue vigente, éstos podrían ser los límites y posibilidades del
cambio que puede encabezar el nuevo gobierno.
En resumen, si atendemos el curso
más amplio de la historia, quizás lo que esté en juego sea un proyecto más
modesto desde el punto de vista ideológico, pero de una gran trascendencia para
la vida de los mexicanos pues podría darle
un poco de oxígeno a un país que se ahoga en la inseguridad, las carencias y el
desgobierno.
De ahí también la dimensión de un
posible fracaso: significaría no sólo la
vuelta de los neoliberales sino también el agravamiento de una crisis que ya no
tendría salidas democráticas y pacíficas.
A final de cuentas, cualquiera
que sea el futuro, la crítica y la movilización popular son los recursos que
nos quedan. El próximo gobierno puede abrir una oportunidad mayor para que corra
libremente la insurgencia ciudadana. Habría
que aprovecharla.
saulescobar.blogspot.com