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miércoles, 18 de julio de 2018


Dialogar con la sociedad ultrajada
Saúl Escobar Toledo

Durante los primeros quince días que han transcurrido desde el 1º de julio, Andrés Manuel López Obrador y su futuro equipo de gobierno han tenido una actividad muy intensa. Sus primeros encuentros se llevaron a cabo con el presidente Peña Nieto y luego con las organizaciones empresariales, el CCE y la CONCAMIN. Posteriormente, AMLO convocó a los dirigentes de MORENA y más tarde a los diputados, senadores, gobernadores y alcaldes electos bajo las siglas de ese partido para presentar su agenda legislativa. Un día después, lo hizo con la CONAGO. Finalmente, el viernes 13, tuvo lugar una entrevista con el Secretario de Estado y otros altos funcionarios gubernamentales de nuestro vecino del norte. Es entendible que las primeras reuniones del próximo mandatario se hayan realizado con representantes del poder económico y político y así tratar de asegurar una transición sin sobresaltos.
Por otra parte, según la prensa nacional, el 11 de julio se llevó a cabo una reunión entre Josefa González, la futura Secretaria de Medio Ambiente y Recursos Naturales, y las   organizaciones campesinas agrupadas en el Plan de Ayala Siglo XXI. Acordaron mesas de trabajo y citas con otros miembros el futuro gabinete. Al otro día, diversos colectivos que defienden la propuesta de un fiscal autónomo se encontraron con representantes del presidente electo y acordaron discutir sus puntos de vista, próximamente, con Tatiana Clouthier y Zoé Robledo, quienes ocuparán las subsecretarías de Gobernación.
A pesar de estas noticias, queda abierta una interrogante: ¿cómo entablar el diálogo con ese otro sector de la sociedad, el más indignado e inconforme, que tiene propuestas, reclamos, demandas y mucho interés por ser escuchado?
Se trata de actores de muy diverso tipo: activistas sociales y grupos con distinta representatividad que han mantenido un intenso trabajo en torno a los derechos humanos, el cese a la violencia y a la corrupción, mejores condiciones de vida y de trabajo, la resistencia de las comunidades saqueadas de sus recursos naturales, y la defensa del medio ambiente, principalmente la tierra y el agua.
Buena parte de este activismo social probablemente   votó por Andrés Manuel. Otros se abstuvieron. Es difícil creer que lo hayan hecho por otros partidos y candidatos. Lo importante, sin embargo, es que representan una inconformidad extendida, que están activos y se han manifestado en todo el territorio nacional. Si bien su nivel de organización es muy variado, representan a una sociedad constantemente movilizada que ha sido víctima, en muchos casos, de las peores injusticias. Por ello, sentarse con ellas a dialogar no sólo es una forma elemental de reconocer los atracos que han sufrido, sino que resulta indispensable para construir una nueva forma de gobernar. Su participación en la definición e instrumentación de políticas públicas y leyes puede ser vital para el éxito de esas reformas y para evitar errores y desviaciones. ¿Cómo entonces, establecer una comunicación que no se reduzca a consultas ocasionales y, en cambio, se convierta en una relación permanente y beneficiosa?
Debemos esperar, sería al menos lo deseable, que los futuros secretarios del gabinete se reúnan con diversos grupos de activistas, lo que debe llevar a encuentros directos con el presidente electo. Es igualmente necesario que MORENA, sus dirigentes y futuros legisladores, procuren atender y escuchar a esos colectivos inconformes.  En cambio, no se observan condiciones para que los otros partidos, ahora minoritarios, se propongan servir como intermediarios debido a su desprestigio y la desconfianza que obviamente provocan en estos agrupamientos. Tal es el caso en particular del PRD el cual anunció que se propone convertirse en una “oposición de izquierda, democrática, progresista, responsable, crítica y transformadora”. Lo hizo en un resolutivo de su Comité Ejecutivo Nacional, hace unos días que, curiosamente, no menciona en ningún lado el nombre de Andrés Manuel ni las siglas de MORENA y apenas se refiere a su triunfo como “el resultado electoral expresado en las urnas”. Esta mezquindad apenas esconde un rencor irracional y demuestra una enorme inmadurez. Tampoco hay una autocrítica seria:  el PRI y el PAN lo han hecho de manera más clara y contundente. Anuncia,  de pasada, un “proceso de transformación” pero, en cambio, deja claro que se propone tomar medidas disciplinarias para “quienes tomaron decisiones contrarias a nuestro partido”. Define varios ejes programáticos, algunos de los cuales coinciden con los anuncios hechos por el presidente electo, pero no lo reconocen. Tal parece que los interese personales se impusieron otra vez. Bajo estos lineamientos, el PRD no tiene futuro.
El caso de MORENA es distinto. Curiosamente es el único partido que no se ha pronunciado sobre su propio triunfo ni ha hecho un balance de las elecciones. Por lo que se sabe, ni siquiera se han reunido sus órganos de dirección. Ha habido, desde luego, declaraciones de algunas personalidades, pero sobre todo se han dedicado a seguir la pista del presidente electo y, desde luego, a refrendar su apoyo. Como era de esperarse, muchos de sus principales cuadros asumirán puestos relevantes en la próxima administración federal o local, y en los parlamentos.
Si el PRD ni quiere ni puede convertirse en intermediario de este activismo social y MORENA aún no se lo ha propuesto, tendrá que ser, principalmente, el futuro gobierno, quien se encargue de construir puentes permanentes con esa parte de la sociedad agraviada.
Sin embargo, ante la inoperancia del sistema de partidos para retomar la voz de estos ciudadanos   y frente a la posibilidad de que MORENA se mantenga sólo como acompañante del presidente, el activismo social puede quedar sujeto a la buena voluntad y el tiempo de los funcionarios del nuevo régimen.
Se requiere, por lo tanto, construir un diálogo social con instrumentos distintos. Para ello, resulta indispensable fortalecer recursos legales como la revocación del mandato, el referéndum y la consulta popular. Igualmente, todas aquellas medidas que sirvan para la transparencia y la rendición de cuentas de las administraciones públicas.
Aun así, puede que todo ello no sea suficiente. Será necesario entonces pensar en un entramado institucional y político que aliente la organización de la sociedad de manera autónoma y democrática. Una reforma del Estado que abra nuevos canales de consulta, de participación y de reconocimiento a diversos sujetos sociales que han sido ignorados, reprimidos y perseguidos. Las consultas por la pacificación muestran una buena voluntad del presidente y su equipo para escuchar a los agraviados, pero de ahí debe desprenderse un mecanismo de participación permanente. Puede servir, además, como un ensayo para diseñar instrumentos de diálogo con otros sectores de esa población ultrajada.
Ello exigirá también que esa inconformidad social se reorganice y se proponga establecer una interlocución crítica y libre con el gobierno que entrará en funciones el 1º de diciembre.
Ambos, gobernantes y gobernados, tendrán que repensar su papel en el cambio y sus formas de relación. Parece una tarea compleja, pero, de otra manera, más tarde o temprano, se alimentaría el conflicto con diversos grupos sociales que han sido ninguneados. Las élites económicas, y los grupos de poder político desplazados, encontrarán la forma de acomodarse ante la nueva situación. No será tan fácil, en cambio, para los sectores más inconformes, encontrar su lugar en la mesa, a menos que el ejercicio de la política cambie en la forma y en el fondo.

Twitter: #saulescoba

miércoles, 4 de julio de 2018


Andrés Manuel y su circunstancia
Saúl Escobar Toledo

Para entender el triunfo de López Obrador resulta necesario tomar en cuenta no sólo las razones que llevaron a millones de votantes a sufragar por él, sino también la incapacidad del régimen dominante para sabotear esa victoria. Es indiscutible, a estas alturas, que los ciudadanos optaron por una ruptura con el poder:  el gobierno actual; los partidos políticos que han encabezado las últimas administraciones, el PRI y el PAN y sus satélites; la casta plutocrática que disfrutó de los beneficios de un modelo económico brutalmente injusto; y los voceros de todos éstos que trataron de espantar con el petate del populismo.
Ese quiebre debe apreciarse y festejarse cabalmente. Tuvo lugar en prácticamente todo el país y conquistó a diversas clases sociales, géneros y creencias ideológicas y políticas. Más del 50% de los votos emitidos en favor de una coalición de partidos no es una cifra común y corriente en una elección presidencial. Su excepcionalidad refleja no sólo hartazgo y molestia, sino también valentía y temeridad. Millones de mexicanos decidieron rechazar tajantemente lo que algunos llaman el “establishment”, el poder establecido desde el triunfo del neoliberalismo, o quizás más atrás, el despotismo que desafió la rebelión de 1968.
Sin duda la personalidad de Andrés Manuel y su trayectoria política fue una pieza clave. Pero también la historia que lo acompaña, la que surgió en 1988 con la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas. AMLO logró encarnar y hacer viable esa ruta que entonces como ahora se propuso construir una nueva democracia en México.
Creo que, igualmente, resultaron derrotados los profetas del peligro del populismo, entendido, según ellos mismos lo publicitaron, como el engaño de un líder carismático cuyo verdadero fin consiste en hacerse del poder para destruir las instituciones y la libertad de expresión. El candidato de MORENA no logró convencer a 25 millones de mexicanos con una prédica de odio ni de violencia, sino justamente lo contrario: la promesa de paz, de acabar con el saqueo de los recursos públicos y la impunidad de los actores políticos, y de una mayor justicia social.
Ese caudal fue también la causa principal que detuvo la posibilidad de un fraude masivo. Una empresa descomunal que tendría que haberse llevado a cabo en todo el territorio nacional adulterando decenas de millones de sufragios. También fue determinante la acérrima pugna entre los dos partidos antaño mayoritarios, la cual permeó también a las élites políticas y económicas. El resultado de los comicios demostró que la gente ya no quiere vivir como ahora pero también que los de arriba no pueden gobernar como lo han hecho hasta hoy. La crisis de violencia y los signos de un estado fallido, incapaz asegurar la vida y la seguridad de las personas, hicieron imposible un frente común entre los principales representantes del sistema.
La fractura del 1º de julio se convirtió sin embargo y con cierta sorpresa, debido a las circunstancias imperantes, en una transición pactada. Con ello no quiero decir que la elección se arregló en alguna conversación personal o en una oficina. Simplemente que el gobierno de Peña decidió aceptar, sin mayores resistencias, el resultado de la elección; llevó a su candidato y al aparato del PRI, a anunciar su derrota muy temprano; y asumió que ello implicaba una debacle de su propio partido. Esta conducta llevó también al PAN y su abanderado, a tomar una conducta similar, el cual, por cierto, enderezó sus quejas contra Peña Nieto y dio todo el crédito de la victoria al esfuerzo de su principal contrincante. Esta transición pactada explicaría el por qué observamos un proceso electoral sin sobresaltos.
Pero si las circunstancias derivadas de la crisis política podrían explicar la aceptación del triunfo de MORENA en toda su dimensión y con todas sus implicaciones, ese mismo contexto influirá en las opciones del nuevo gobierno. Los retos inmediatos y el largo intervalo entre el día de la elección y la instalación del nuevo Congreso, y luego la toma de posesión, serán muy complejos de resolver para el presidente electo. Destaco dos en particular: la relación con Estados Unidos y la posibilidad de que se reinicien las negociaciones del TLCAN; y la preparación del Presupuesto para 2019. En ambos casos, sobre todo en el primero, será difícil que López Obrador y sus equipos puedan actuar con suficiente libertad. La posibilidad de que se impongan condiciones adversas es un riesgo latente.
Más allá de estas complicaciones, es innegable que otras circunstancias acecharán a la nueva administración. Desde luego, la violencia y la presencia del crimen organizado. La búsqueda de la paz y los resultados de una nueva estrategia tomarán tiempo. Pero los ciudadanos no están en condiciones de otorgarlo.
La mayoría de los votantes se inclinaron por el cambio, y el poder establecido aceptó, por lo pronto, cederlo a un personaje ajeno y enfrentado a ese régimen. Esta situación, inédita en nuestro país, despierta al mismo tiempo, esperanzas y dudas. Intentar repetir las mismas políticas no puede ser el camino porque la crisis es demasiado profunda; pero hay muchas interrogantes sobre las opciones reales para llevar a cabo las mudanzas urgentes que reclamaron los mexicanos en las urnas.
Creo que podrían resumirse los objetivos fundamentales del futuro mandatario en tres o cuatro ideas: un combate eficaz a la corrupción; la separación del poder político del económico, es decir, un gobierno para todos; nuevos programas sociales financiados sin aumentar la deuda ni un incremento en los impuestos; y, la más general, una relación con los países del mundo, especialmente con Estados Unidos, basada en el respeto y la cooperación para el desarrollo.
¿Demasiado o demasiado poco? A diferencia de los proyectos desarrollistas y redistributivos de los gobiernos de izquierda de América Latina, por ejemplo, en Brasil con Lula y Dilma, el de AMLO buscará sanear el manejo de los recursos del Estado y a partir de ahí, todo lo demás. Más allá de la retórica, me parece que dibuja un proyecto con distintas prioridades. Y a diferencia de los neoliberales, que ponen el acento en las reformas estructurales y la privatización de la ganancia y la socialización de las pérdidas, Andrés Manuel buscará ajustar esas reformas poniendo por delante la transparencia, la austeridad y el interés nacional.
Si lo anterior es cierto y el próximo presidente de México busca  una transformación basada en esos lineamientos, estaremos ante un experimento inédito. No pretendamos, ahora, condenarlo al fracaso, ni asegurar su éxito.
Para encarar estos desafíos y otros muchos, el gobierno electo tendrá que incluir a esta transición pactada a otros actores que nunca fueron tomados en cuenta, o sólo lo hicieron pasivamente con su voto. Las comunidades indígenas y aquellas azotadas por la expoliación de las transnacionales mineras; los jóvenes y los trabajadores; las mujeres y las organizaciones de derechos humanos; los campesinos y los defensores del medio ambiente. Una sociedad movilizada que no ha sido tomada en cuenta a veces ni siquiera en el discurso. Una estrategia política basada en la inclusión y el diálogo con los protagonistas sociales y políticos, comprometidos con el cambio, debería ser el principio del camino del futuro presidente.  
Las circunstancias en que Andrés Manuel ha triunfado junto con su amplio y heterogéneo grupo que formará parte del Congreso y tomará las principales posiciones en la administración pública, los obligarán a conciliar con las élites y, al mismo tiempo, abrir espacios y definir acciones en favor de los actores sociales excluidos. Todo esto requerirá una compleja negociación política. El resultado será, seguramente una mezcla de ruptura y continuidad. Si este experimento abre cauces a la participación social, se abrirá un nuevo horizonte para México. De otro modo, las circunstancias adversas se impondrán por encima de los buenos propósitos.

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