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jueves, 17 de diciembre de 2020

Noticias de fin de año : la agenda laboral de diciembre

Noticias de fin de año Saúl Escobar Toledo El último mes del 2020 trajo noticias buenas, regulares y malas para los trabajadores. Empecemos por la buena: la legislación del teletrabajo. Lo más importante fue la adición del capítulo XII bis que define a este tipo de labores como un trabajo subordinado, con obligaciones para el patrón que antes no se habían reconocido, siempre y cuando se lleve a cabo por medio de las tecnologías de la información y la comunicación en un lugar distinto al establecimiento del patrón y ocupe más del 40% de la jornada regular. Establece, mediante un contrato por escrito, la obligación del empleador para la entrega, instalación y mantenimiento de los equipos necesarios; el pago de los costos de los servicios de telecomunicación; la parte proporcional de electricidad que ésta consuma; y que se respetará el derecho a la desconexión al término de la jornada laboral. Aunque el problema va a residir en su cumplimiento, es un marco legal que ayudará a evitar abusos como el alargamiento de las jornadas de trabajo y que los costos del uso de las tecnologías recaigan solamente en los empleados. Regular, en cambio puede calificarse el aumento al salario mínimo propuesto por el presidente, un 15%, cuando en realidad debió haber sido de al menos 20% según diversos estudios. Si consideramos los tres incrementos conseguidos bajo la administración actual, da un total agregado de 60.3% nominal (sin considerar la inflación) de diciembre de 2018 a diciembre de 2020. Una cifra alentadora. Todavía no se llega a recuperar todo lo perdido desde 1977-78 pero se sigue en el camino ascendente, lo cual es muy positivo. Argumentando las dificultades económicas de este año, la COPARMEX propuso apenas un 10%. Esperemos, que, al menos, el monto sugerido por el presidente sea finalmente aceptado. También hubo malas noticias. Las reformas al sistema de pensiones es un error y tendrá que ser revisada muy pronto. Mantiene un sistema de administración privada con cuentas individuales que depende de los rendimientos y comisiones de las AFORES. Tal sistema ha demostrado ser insuficiente y costoso para los trabajadores y el gobierno y, en cambio, muy rentable para los grandes consorcios financieros. Los cambios positivos, la reducción de las semanas de cotización, se otorgaron gracias a aumentos considerables de las aportaciones patronales y del costo fiscal (entre 2023 y 2030). Ambos incrementos serán insostenibles en el mediano y largo plazo. Los empresarios muy probablemente pedirán una revisión más tarde o más temprano; y el gobierno no podrá sostener las erogaciones presupuestales. Esto último se confirmó en una nota elaborada por el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP) que, aunque sin muchas precisiones, da entender que el costo fiscal podría multiplicarse hasta 15 veces en el largo plazo. Se trata de una reforma que busca solucionar un problema mayúsculo. La transición de diez años y la aplicación de las nuevas tasas hasta 2023 puede dar la idea de que las reformas serán sustentables en ese futuro no muy lejano. Sin embargo, todos los estudios conocidos han planteado que la recuperación económica no va a llegar para entonces y que resarcir lo perdido ocupará un plazo mayor. Si, además, se sigue manteniendo la línea de cero deudas y cero impuestos, la presión a las finanzas públicas no será soportable. Las reformas carecieron de un estudio serio (al menos público) de los impactos que tendrán sobre los salarios, el empleo, el crecimiento y los presupuestos del gobierno. Este silencio puede deberse a que se trató de una reforma apoyada en una negociación política sin proyecciones confiables basadas en datos duros. Los administradores de las Afores aseguraron el manejo de un negocio de miles de millones de pesos y ofrecieron, a cambio, obligaciones muy difíciles de cumplir. El gobierno dejó que éstos elaboraran las reformas para deshacerse del problema y dejarlo a la próxima administración. Ninguna de las dos partes actuó responsablemente. Ya lo veremos. La otra mala noticia, aunque ésta podría tener solución, fue el anunció de que se postergará la aprobación de las reformas a la subcontratación. La presión patronal tuvo éxito y con la promesa de portarse bien en los próximos meses no sólo logaron evitar la votación del proyecto sino también meter en la agenda otro tema, completamente distinto, el reparto de utilidades. Fue una negociación favorable para los magnates. En cambio, para el gobierno, el aplazamiento puede ser el preludio de una derrota. Aun así, hubo organizaciones empresariales que se opusieron al acuerdo, sabiendo que no las compromete en realidad a nada y, más bien, con la intención de aumentar la presión para que definitivamente se olvide completamente el asunto. Es difícil que se llegue a este extremo, pero lo será más que los términos originales de la iniciativa presidencial se mantengan. Los empresarios insistieron en que los tiempos actuales no permiten “acabar con la subcontratación”: ello es falso porque la iniciativa del gobierno no propone semejante cosa. Tampoco es la verdadera razón. El fondo del problema es mantener un sistema que les permite eludir la formación de sindicatos, la contratación colectiva (con las prestaciones que pudieran pactarse) y lo que ellos llaman la flexibilidad laboral que en realidad se traduce en la posibilidad de contratar trabajadores por tiempo limitado y en jornadas discontinuas, ahorrándose costos como indemnizaciones, aguinaldos, vacaciones y otros beneficios. Todas las estadísticas conocidas o estudios avalados por una institución académica como el COLMEX, la Ibero o la UNAM coinciden en que el personal subcontratado forma parte del segmento más desprotegido de los asalariados. Son los que reciben los peores ingresos y prácticamente ninguno tiene un sindicato o un contrato colectivo. Son los trabajadores más excluidos de un mercado de trabajo altamente excluyente. Por ello, cuando hablan con la verdad, los empresarios nacionales y extranjeros defensores de la subcontratación, se refieren a ella como una “ventaja comparativa”, es decir, mano de obra muy barata para atraer capitales y empresas extranjeras. Así lo dijo, con esa franqueza, el Sr. Larry Rubin, desconociendo que el T-MEC contiene un marco regulatorio del trabajo en México que no se ajusta a esas condiciones y que fue uno de los motivos para que el Sr. Trump propusiera la revisión del viejo TLCAN. Quizás no debería sorprendernos la incongruencia, falta de responsabilidad y la ausencia de solidaridad de los empresarios principalmente de aquellos de mayor tamaño, que son los que hablan en las conferencias y boletines de prensa, con los trabajadores. Olvidan que éstos se llevan menos de un 30% del ingreso nacional mientras que las ganancias se quedan con el resto. Lo que puede llamar más la atención es la conducta del gobierno. Más allá de los méritos que pueden adjudicarse como el aumento sostenido de los salarios mínimos: ¿para qué elaborar una propuesta para regular la subcontratación, argumentarla contundentemente y después dejarla en el congelador navideño? ¿por qué regalarles a los grandes capitales financieros una reforma al sistema de pensiones cuando había otros caminos más responsables y menos costosos para las finanzas públicas? Si, efectivamente el plan consiste en otorgar toda la confianza en los mercados para salir de la crisis y lograr la recuperación económica; seguir achicando al gobierno federal; y reducir casi al mínimo la rectoría económica del Estado, quizás las cosas adquieran sentido. Pero no se ajustan a un discurso, a un compromiso y un origen que todavía se defiende. La distancia entre los hechos y una retórica que va por otro lado no podrá extenderse por mucho tiempo. Mientras tanto, dejamos a los lectores de El Sur nuestros mejores deseos para estas celebraciones navideñas y el próximo 2021, suplicando se respeten todas las medidas para evitar más contagios y enfermos por coronavirus. saulescobar.blogspot.com

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Un Estado débil protege poco a la gente

Un Estado debilucho Saúl Escobar Toledo Según cifras publicadas recientemente por la OECD (Organización para la Cooperación y el Desarrollo), México tiene un gasto público, destinado a proteger a sus habitantes de las inclemencias del mercado, muy reducido, muy pequeño. De ahí que la desigualdad, la pobreza y los daños causados por catástrofes como la que nos ha azotado todo este año, crezcan cada vez más. Mientras los países analizados por este organismo erogaron un promedio de 20% de su PIB en distintos renglones del gasto social, México apenas destinó el 7.5% (en 2019). Evidentemente estamos muy lejos de los países ricos como Francia (30%) o Alemania, Italia y Austria que presupuestaron un poco menos. México está incluso por debajo de Colombia (13.1%) Chile (11.4%) y Costa Rica (12.2%) Somos el último de la lista de la OECD. Dentro de este tipo de gasto, México ha realizado una inversión muy pequeña en servicios de salud. El año pasado le destinamos apenas un 2.8% del PIB mientras que Costa Rica, Colombia y Chile erogaron 5.4; 4.8 y 4.5% respectivamente. Para no mencionar a Francia o Alemania que pusieron más del 8%. Además, en las décadas anteriores, este gasto fue mal administrado, según nos han informado las autoridades actuales, lo que da una idea de la poca capacidad de respuesta que hemos observado frente a las enfermedades crónicas y las epidemias. Otro renglón en que México invierte poco es el destinado a beneficios en efectivo para dotar de ingresos a la población en edad de trabajar. Se trata de pagos por enfermedades e incapacidades; apoyos a familias con hijos pequeños; y también aquellas destinadas a políticas activas (promoción del empleo, capacitación, ayudas fiscales) y pasivas (seguro de desempleo). Mientras el promedio de los países de la OCDE gasta un 3.7% en estos renglones, nuestro país apenas le ha destinado un 0.5%. Y es que las políticas neoliberales se afianzaron en México crudamente. Los ajustes al gasto público que tuvieron como objetivos obtener presupuestos nivelados, contener la deuda y no elevar impuestos llevaron a que las partidas previstas para proteger a la gente se mantuvieran en niveles bajos y completamente insuficientes. Se trata de una política que ya lleva tiempo. El gasto social se ha mantenido prácticamente igual en los últimos diez años (7.4% en 2010, 7.2 en 2018 y 7.5 en 2019). La OCDE advierte que la pandemia del COVID-19 seguramente aumentará este tipo de erogaciones al presentarse un aumento de la demanda de servicios de salud y la necesidad de apoyar a la población, mediante distintas formas, por los daños económicos y los empleos perdidos. Por ejemplo, subsidios de corto plazo a trabajadores desempleados; ayudas a los padres y a sus niños y niñas que no pudieron asistir a las escuelas cerradas por razones sanitarias. Sin embargo, México parece ser otra vez una excepción como lo demuestra el presupuesto andrajoso aprobado por el Congreso para 2021. Comparado con casi todos los países del mundo, el gasto social de éste y el próximo año han observado aumentos raquíticos. Los renglones que componen este tipo de gasto son un reflejo bastante fiel de lo que hace un Estado nacional para proteger a sus ciudadanos de la pobreza, las enfermedades, el rezago educativo, la falta de vivienda, la carencia de empleos bien remunerados. Si estas erogaciones son pequeñas, eso quiere decir que las capacidades estatales son reducidas. El Consenso de Washington promovió el debilitamiento del Estado, alegando que de esta manera se abriría el horizonte para un crecimiento más rápido pues las empresas no tendrían que pagar más impuestos, la inflación estaría controlada, y no tendría la competencia “desventajosa” de la inversión estatal. Como ya comprobamos en casi todo el mundo, estas recetas no sólo no cumplieron con esta promesa, sino que además condujeron a una desigualdad de ingresos y de riqueza sin precedentes y alentaron la inestabilidad política y social. Desde luego, aún en los países ricos donde el gasto en salud ha sido históricamente alto, la pandemia vino a dejar en claro el costo en vidas humanas que dejaron las políticas neoliberales, ya que en estas naciones también se congelaron las inversiones o se privatizaron los servicios sanitarios. El ogro filantrópico; el Estado obeso; las economías mixtas burocráticas e ineficientes, fueron algunos de los términos que se utilizaron para restarle fuerza a la administración pública en aras de abrir el paso a una mayor libertad a los mercados. Incluso se ha llegado a pensar que un Estado débil equivale a un estado democrático y, por lo contrario, que uno fuerte, con crecientes capacidades para proteger a sus ciudadanos, llevan a las dictaduras, los populismos y otras formas despóticas de gobierno. Ahora que la pandemia ha mostrado los saldos adversos de los paradigmas neoliberales, sus defensores voltean a ver a otro lado y nos proponen reflexionar sobre la importancia de los contras pesos al poder presidencial para conservar el clima de libertades y los avances democráticos que, según ellos, hemos alcanzado. Olvidan que, en realidad, hemos vivido una pesadilla repleta de episodios de violencia, inseguridad, saqueos y bandidaje que han carcomido las instituciones públicas. No quieren reconocer que hemos transitado hacia un sistema político fácilmente vulnerable, abusado por las mafias, y acorde con una administración pública que ha sido sistemáticamente desmantelada. Y es que un Estado débil es incapaz de promover el respeto a los derechos humanos. O, dicho de otra manera, sólo un régimen con las capacidades necesarias en términos fiscales, administrativos y económicos puede garantizar que estos derechos sean exigibles y se traduzcan en mejores políticas púbicas para combatir las carencias y afectaciones de las personas. Un Estado fuerte puede ser más o menos democrático: o si se prefiere más o menos autoritario. Pero, un Estado flaco, irremediablemente dará lugar a que las minorías poderosas que juegan en el mercado se impongan sobre la mayoría de los ciudadanos. Una administración púbica robusta, sin duda, tendría que ser acompañada por una participación ciudadana exigente, para obligar a una rendición de cuentas y a la corrección de errores y desviaciones. Por ello, resulta extraño que la 4T piense, por ejemplo, que la corrupción se debe, como dice el dicho a que, en cofre abierto, hasta el más justo peca, cuando en realidad se trata de un sistema de complicidades que se aprovecha de las debilidades estatales para actuar impunemente. También sorprende la insistencia en aplicar una política de austeridad presupuestal cuando se necesita que el Estado responda de la mejor manera posible o, como dice la UNCTAD, con todo lo que sea necesario, para proteger a sus ciudadanos. O que la capacidad de endeudamiento del gobierno federal se entienda como un factor absoluto cuando en realidad depende de los ingresos fiscales, las necesidades presentes y futuras de la sociedad, y de una estrategia encaminada para fortalecer las instituciones públicas. Peor aún resulta pensar que la negativa a emprender una reforma fiscal puede formar parte de un plan destinado a mejorar el nivel de vida de la gente cuando lo que estamos observando es un resultado de un proyecto de adelgazamiento que lleva ya casi cuatro décadas, debido a la presión de los intereses de un estrato de ricos y super ricos que no quiere pagar más contribuciones, lo que ha llevado, entre otras muchas cosas, a tener un sistema de salud enano. En fin, en pleno siglo XXI, retomar el propósito de construir un Estado con mayores recursos fiscales; con una administración diestra y trabajando con un patrón laboral decente; con instituciones saneadas, pero igualmente aptas, humana y materialmente, para atender los reclamos ciudadanos; y con un plan multianual que dirija la inversión privada mediante una creciente inversión pública: en una palabra, levantar un Estado fuerte, debería ser la lección que nos ha dejado esta pandemia. Desafortunadamente, parece que no todos hemos entendido el mensaje de la misma manera. saulescobar.blogspot.com