Andrés Manuel y su circunstancia
Saúl Escobar Toledo
Para entender el triunfo de López Obrador resulta necesario tomar
en cuenta no sólo las razones que llevaron a millones de votantes a sufragar
por él, sino también la incapacidad del régimen dominante para sabotear esa
victoria. Es indiscutible, a estas alturas, que los ciudadanos optaron por una
ruptura con el poder: el gobierno
actual; los partidos políticos que han encabezado las últimas administraciones,
el PRI y el PAN y sus satélites; la casta plutocrática que disfrutó de los
beneficios de un modelo económico brutalmente injusto; y los voceros de todos
éstos que trataron de espantar con el petate del populismo.
Ese quiebre debe apreciarse y festejarse cabalmente. Tuvo
lugar en prácticamente todo el país y conquistó a diversas clases sociales,
géneros y creencias ideológicas y políticas. Más del 50% de los votos emitidos
en favor de una coalición de partidos no es una cifra común y corriente en una elección
presidencial. Su excepcionalidad refleja no sólo hartazgo y molestia, sino
también valentía y temeridad. Millones de mexicanos decidieron rechazar
tajantemente lo que algunos llaman el “establishment”, el poder establecido desde
el triunfo del neoliberalismo, o quizás más atrás, el despotismo que desafió la
rebelión de 1968.
Sin duda la personalidad de Andrés Manuel y su trayectoria
política fue una pieza clave. Pero también la historia que lo acompaña, la que
surgió en 1988 con la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas. AMLO logró encarnar y
hacer viable esa ruta que entonces como ahora se propuso construir una nueva
democracia en México.
Creo que, igualmente, resultaron derrotados los profetas del
peligro del populismo, entendido, según ellos mismos lo publicitaron, como el
engaño de un líder carismático cuyo verdadero fin consiste en hacerse del poder
para destruir las instituciones y la libertad de expresión. El candidato de
MORENA no logró convencer a 25 millones de mexicanos con una prédica de odio ni
de violencia, sino justamente lo contrario: la promesa de paz, de acabar con el
saqueo de los recursos públicos y la impunidad de los actores políticos, y de
una mayor justicia social.
Ese caudal fue también la causa principal que detuvo la
posibilidad de un fraude masivo. Una empresa descomunal que tendría que haberse
llevado a cabo en todo el territorio nacional adulterando decenas de millones
de sufragios. También fue determinante la acérrima pugna entre los dos partidos
antaño mayoritarios, la cual permeó también a las élites políticas y
económicas. El resultado de los comicios demostró que la gente ya no quiere
vivir como ahora pero también que los de arriba no pueden gobernar como lo han
hecho hasta hoy. La crisis de violencia y los signos de un estado fallido,
incapaz asegurar la vida y la seguridad de las personas, hicieron imposible un
frente común entre los principales representantes del sistema.
La fractura del 1º de julio se convirtió sin embargo y con
cierta sorpresa, debido a las circunstancias imperantes, en una transición
pactada. Con ello no quiero decir que la elección se arregló en alguna
conversación personal o en una oficina. Simplemente que el gobierno de Peña
decidió aceptar, sin mayores resistencias, el resultado de la elección; llevó a
su candidato y al aparato del PRI, a anunciar su derrota muy temprano; y asumió
que ello implicaba una debacle de su propio partido. Esta conducta llevó
también al PAN y su abanderado, a tomar una conducta similar, el cual, por
cierto, enderezó sus quejas contra Peña Nieto y dio todo el crédito de la victoria
al esfuerzo de su principal contrincante. Esta transición pactada explicaría el
por qué observamos un proceso electoral sin sobresaltos.
Pero si las circunstancias derivadas de la crisis política
podrían explicar la aceptación del triunfo de MORENA en toda su dimensión y con
todas sus implicaciones, ese mismo contexto influirá en las opciones del nuevo
gobierno. Los retos inmediatos y el largo intervalo entre el día de la elección
y la instalación del nuevo Congreso, y luego la toma de posesión, serán muy
complejos de resolver para el presidente electo. Destaco dos en particular: la
relación con Estados Unidos y la posibilidad de que se reinicien las
negociaciones del TLCAN; y la preparación del Presupuesto para 2019. En ambos
casos, sobre todo en el primero, será difícil que López Obrador y sus equipos
puedan actuar con suficiente libertad. La posibilidad de que se impongan
condiciones adversas es un riesgo latente.
Más allá de estas complicaciones, es innegable que otras
circunstancias acecharán a la nueva administración. Desde luego, la violencia y
la presencia del crimen organizado. La búsqueda de la paz y los resultados de
una nueva estrategia tomarán tiempo. Pero los ciudadanos no están en
condiciones de otorgarlo.
La mayoría de los votantes se inclinaron por el cambio, y el
poder establecido aceptó, por lo pronto, cederlo a un personaje ajeno y
enfrentado a ese régimen. Esta situación, inédita en nuestro país, despierta al
mismo tiempo, esperanzas y dudas. Intentar repetir las mismas políticas no
puede ser el camino porque la crisis es demasiado profunda; pero hay muchas
interrogantes sobre las opciones reales para llevar a cabo las mudanzas urgentes
que reclamaron los mexicanos en las urnas.
Creo que podrían resumirse los objetivos fundamentales del
futuro mandatario en tres o cuatro ideas: un combate eficaz a la corrupción; la
separación del poder político del económico, es decir, un gobierno para todos;
nuevos programas sociales financiados sin aumentar la deuda ni un incremento en
los impuestos; y, la más general, una relación con los países del mundo,
especialmente con Estados Unidos, basada en el respeto y la cooperación para el
desarrollo.
¿Demasiado o demasiado poco? A diferencia de los proyectos
desarrollistas y redistributivos de los gobiernos de izquierda de América
Latina, por ejemplo, en Brasil con Lula y Dilma, el de AMLO buscará sanear el
manejo de los recursos del Estado y a partir de ahí, todo lo demás. Más allá de
la retórica, me parece que dibuja un proyecto con distintas prioridades. Y a
diferencia de los neoliberales, que ponen el acento en las reformas
estructurales y la privatización de la ganancia y la socialización de las
pérdidas, Andrés Manuel buscará ajustar esas reformas poniendo por delante la
transparencia, la austeridad y el interés nacional.
Si lo anterior es cierto y el próximo presidente de México
busca una transformación basada en esos
lineamientos, estaremos ante un experimento inédito. No pretendamos, ahora,
condenarlo al fracaso, ni asegurar su éxito.
Para encarar estos desafíos y otros muchos, el gobierno electo
tendrá que incluir a esta transición pactada a otros actores que nunca fueron
tomados en cuenta, o sólo lo hicieron pasivamente con su voto. Las comunidades
indígenas y aquellas azotadas por la expoliación de las transnacionales
mineras; los jóvenes y los trabajadores; las mujeres y las organizaciones de
derechos humanos; los campesinos y los defensores del medio ambiente. Una
sociedad movilizada que no ha sido tomada en cuenta a veces ni siquiera en el
discurso. Una estrategia política basada en la inclusión y el diálogo con los
protagonistas sociales y políticos, comprometidos con el cambio, debería ser el
principio del camino del futuro presidente.
Las circunstancias en que Andrés Manuel ha triunfado junto
con su amplio y heterogéneo grupo que formará parte del Congreso y tomará las
principales posiciones en la administración pública, los obligarán a conciliar
con las élites y, al mismo tiempo, abrir espacios y definir acciones en favor
de los actores sociales excluidos. Todo esto requerirá una compleja negociación
política. El resultado será, seguramente una mezcla de ruptura y continuidad.
Si este experimento abre cauces a la participación social, se abrirá un nuevo
horizonte para México. De otro modo, las circunstancias adversas se impondrán
por encima de los buenos propósitos.
Twitter: #saulescoba
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