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miércoles, 4 de julio de 2018


Andrés Manuel y su circunstancia
Saúl Escobar Toledo

Para entender el triunfo de López Obrador resulta necesario tomar en cuenta no sólo las razones que llevaron a millones de votantes a sufragar por él, sino también la incapacidad del régimen dominante para sabotear esa victoria. Es indiscutible, a estas alturas, que los ciudadanos optaron por una ruptura con el poder:  el gobierno actual; los partidos políticos que han encabezado las últimas administraciones, el PRI y el PAN y sus satélites; la casta plutocrática que disfrutó de los beneficios de un modelo económico brutalmente injusto; y los voceros de todos éstos que trataron de espantar con el petate del populismo.
Ese quiebre debe apreciarse y festejarse cabalmente. Tuvo lugar en prácticamente todo el país y conquistó a diversas clases sociales, géneros y creencias ideológicas y políticas. Más del 50% de los votos emitidos en favor de una coalición de partidos no es una cifra común y corriente en una elección presidencial. Su excepcionalidad refleja no sólo hartazgo y molestia, sino también valentía y temeridad. Millones de mexicanos decidieron rechazar tajantemente lo que algunos llaman el “establishment”, el poder establecido desde el triunfo del neoliberalismo, o quizás más atrás, el despotismo que desafió la rebelión de 1968.
Sin duda la personalidad de Andrés Manuel y su trayectoria política fue una pieza clave. Pero también la historia que lo acompaña, la que surgió en 1988 con la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas. AMLO logró encarnar y hacer viable esa ruta que entonces como ahora se propuso construir una nueva democracia en México.
Creo que, igualmente, resultaron derrotados los profetas del peligro del populismo, entendido, según ellos mismos lo publicitaron, como el engaño de un líder carismático cuyo verdadero fin consiste en hacerse del poder para destruir las instituciones y la libertad de expresión. El candidato de MORENA no logró convencer a 25 millones de mexicanos con una prédica de odio ni de violencia, sino justamente lo contrario: la promesa de paz, de acabar con el saqueo de los recursos públicos y la impunidad de los actores políticos, y de una mayor justicia social.
Ese caudal fue también la causa principal que detuvo la posibilidad de un fraude masivo. Una empresa descomunal que tendría que haberse llevado a cabo en todo el territorio nacional adulterando decenas de millones de sufragios. También fue determinante la acérrima pugna entre los dos partidos antaño mayoritarios, la cual permeó también a las élites políticas y económicas. El resultado de los comicios demostró que la gente ya no quiere vivir como ahora pero también que los de arriba no pueden gobernar como lo han hecho hasta hoy. La crisis de violencia y los signos de un estado fallido, incapaz asegurar la vida y la seguridad de las personas, hicieron imposible un frente común entre los principales representantes del sistema.
La fractura del 1º de julio se convirtió sin embargo y con cierta sorpresa, debido a las circunstancias imperantes, en una transición pactada. Con ello no quiero decir que la elección se arregló en alguna conversación personal o en una oficina. Simplemente que el gobierno de Peña decidió aceptar, sin mayores resistencias, el resultado de la elección; llevó a su candidato y al aparato del PRI, a anunciar su derrota muy temprano; y asumió que ello implicaba una debacle de su propio partido. Esta conducta llevó también al PAN y su abanderado, a tomar una conducta similar, el cual, por cierto, enderezó sus quejas contra Peña Nieto y dio todo el crédito de la victoria al esfuerzo de su principal contrincante. Esta transición pactada explicaría el por qué observamos un proceso electoral sin sobresaltos.
Pero si las circunstancias derivadas de la crisis política podrían explicar la aceptación del triunfo de MORENA en toda su dimensión y con todas sus implicaciones, ese mismo contexto influirá en las opciones del nuevo gobierno. Los retos inmediatos y el largo intervalo entre el día de la elección y la instalación del nuevo Congreso, y luego la toma de posesión, serán muy complejos de resolver para el presidente electo. Destaco dos en particular: la relación con Estados Unidos y la posibilidad de que se reinicien las negociaciones del TLCAN; y la preparación del Presupuesto para 2019. En ambos casos, sobre todo en el primero, será difícil que López Obrador y sus equipos puedan actuar con suficiente libertad. La posibilidad de que se impongan condiciones adversas es un riesgo latente.
Más allá de estas complicaciones, es innegable que otras circunstancias acecharán a la nueva administración. Desde luego, la violencia y la presencia del crimen organizado. La búsqueda de la paz y los resultados de una nueva estrategia tomarán tiempo. Pero los ciudadanos no están en condiciones de otorgarlo.
La mayoría de los votantes se inclinaron por el cambio, y el poder establecido aceptó, por lo pronto, cederlo a un personaje ajeno y enfrentado a ese régimen. Esta situación, inédita en nuestro país, despierta al mismo tiempo, esperanzas y dudas. Intentar repetir las mismas políticas no puede ser el camino porque la crisis es demasiado profunda; pero hay muchas interrogantes sobre las opciones reales para llevar a cabo las mudanzas urgentes que reclamaron los mexicanos en las urnas.
Creo que podrían resumirse los objetivos fundamentales del futuro mandatario en tres o cuatro ideas: un combate eficaz a la corrupción; la separación del poder político del económico, es decir, un gobierno para todos; nuevos programas sociales financiados sin aumentar la deuda ni un incremento en los impuestos; y, la más general, una relación con los países del mundo, especialmente con Estados Unidos, basada en el respeto y la cooperación para el desarrollo.
¿Demasiado o demasiado poco? A diferencia de los proyectos desarrollistas y redistributivos de los gobiernos de izquierda de América Latina, por ejemplo, en Brasil con Lula y Dilma, el de AMLO buscará sanear el manejo de los recursos del Estado y a partir de ahí, todo lo demás. Más allá de la retórica, me parece que dibuja un proyecto con distintas prioridades. Y a diferencia de los neoliberales, que ponen el acento en las reformas estructurales y la privatización de la ganancia y la socialización de las pérdidas, Andrés Manuel buscará ajustar esas reformas poniendo por delante la transparencia, la austeridad y el interés nacional.
Si lo anterior es cierto y el próximo presidente de México busca  una transformación basada en esos lineamientos, estaremos ante un experimento inédito. No pretendamos, ahora, condenarlo al fracaso, ni asegurar su éxito.
Para encarar estos desafíos y otros muchos, el gobierno electo tendrá que incluir a esta transición pactada a otros actores que nunca fueron tomados en cuenta, o sólo lo hicieron pasivamente con su voto. Las comunidades indígenas y aquellas azotadas por la expoliación de las transnacionales mineras; los jóvenes y los trabajadores; las mujeres y las organizaciones de derechos humanos; los campesinos y los defensores del medio ambiente. Una sociedad movilizada que no ha sido tomada en cuenta a veces ni siquiera en el discurso. Una estrategia política basada en la inclusión y el diálogo con los protagonistas sociales y políticos, comprometidos con el cambio, debería ser el principio del camino del futuro presidente.  
Las circunstancias en que Andrés Manuel ha triunfado junto con su amplio y heterogéneo grupo que formará parte del Congreso y tomará las principales posiciones en la administración pública, los obligarán a conciliar con las élites y, al mismo tiempo, abrir espacios y definir acciones en favor de los actores sociales excluidos. Todo esto requerirá una compleja negociación política. El resultado será, seguramente una mezcla de ruptura y continuidad. Si este experimento abre cauces a la participación social, se abrirá un nuevo horizonte para México. De otro modo, las circunstancias adversas se impondrán por encima de los buenos propósitos.

Twitter: #saulescoba










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