De extremismos y divisiones
Saúl Escobar Toledo
En el mundo desarrollado, Europa y Estados Unidos, se vive
una división política y social cada vez mayor. Partidos y movimientos se mueven
hacia los extremos. En Inglaterra, el líder del laborismo, Jeremy Corbyn, ha
logrado que su partido apruebe una plataforma muy cargada a la izquierda que ha
sido catalogada por algunos como “teñido de marxismo”; en España, el PSOE selló
una alianza con Podemos, una agrupación claramente más izquierdista; en Italia,
desde agosto, el movimiento cinco estrellas rompió su alianza con la derecha y
formó un nuevo gobierno con la
socialdemocracia; en Alemania, el SPD (socialdemócrata) acaba de elegir a una
dirección que pretende romper con la línea política moderada que sostuvo la alianza con Merkel . Por su parte, en
Estados Unidos, dos de los tres delanteros de la carrera por la candidatura
presidencial en el Partido Demócrata son del ala más radical: Elizabeth Warren
y Bernie Sanders.
Sin embargo, del otro lado, las opciones de la extrema derecha
no retroceden y en algunos casos se fortalecen: en Inglaterra tienen al primer
ministro; en España, el partido Vox creció en las últimas elecciones; en Italia
la ultraderecha catalogada como fascista mantiene una enorme fuerza en el norte;
en Alemania la extrema derecha (AfD) se ha expandido en algunas regiones; y en
nuestra vecindad norteña, Donald Trump puede ganar la reelección el próximo
año.
Con todos los matices y diferencias que se quieran encontrar,
parece que el centro (a la derecha y a la izquierda) ha perdido terreno frente
a opciones más radicales. Estas tendencias, hoy se reconoce ampliamente,
responden a un crecimiento de la desigualdad y de la exclusión social. Pero
también a una democracia que no escucha ni responde a sus ciudadanos. En
Francia, los chalecos amarillos han sido el mejor ejemplo de este fenómeno generalizado
en los países más prósperos.
Mientras tanto, en América Latina la situación es aún más
compleja. Fuertes movilizaciones sociales se han llevado a cabo en los últimos
meses en Chile, Colombia, Ecuador y Bolivia. A esta lista podrían agregarse Haití y Honduras que tienen una historia más
larga de crisis sociales y políticas. En Brasil, la libertad del ex presidente
Lula refleja el desgaste del régimen de Bolsonaro y marca la oportunidad de una
recuperación de la izquierda para enfrentarlo. En el terreno electoral, en
Argentina perdió la tecnocracia neoliberal y ganó la opción
más progresista, levantando un programa diferente al del derrotado Macri. En
cambio, en Uruguay, ganó la derecha gracias a una alianza con un partido extremista,
cercano al militarismo autoritario de los años setenta, llamado Cabildo
Abierto. Desplazó al Frente Amplio, la coalición más estable y respetada que
gobernó ese país por 15 años. Y en Bolivia, se llevó a cabo un golpe de estado
encabezado por el ejército y capitalizado por la ultraderecha que logró deponer
a un gobierno legítimo. Aquí, la sombra de la guerra civil es más patente.
La división social y política de América Latina tiene
similitudes con lo que ocurre en Europa y Estados Unidos: las opciones de la
extrema derecha se fortalecen mientras que las tendencias progresistas,
partidos y movimientos, se están viendo forzadas a radicalizarse para resistir
esa ofensiva. Sin embargo, en nuestra región, a diferencia del mundo desarrollado,
la conflictividad social, encarnada en la violencia de las manifestaciones, ha
rebasado a las instituciones políticas. Quizás con la excepción de Argentina (y
de Uruguay, por lo pronto), la inconformidad ha optado preferentemente por las
calles y no por las urnas.
De cualquier manera, la división y el desplazamiento a los
extremos en Europa, Estados Unidos y América Latina, demuestra las heridas
causadas por la globalización neoliberal y la insatisfacción con la democracia
realmente existente. Al mismo tiempo, se
ha agudizado también una gran confusión política e ideológica. Si la ultraderecha
sólo puede atizar los conflictos sociales y agravar la situación económica
mundial con sus políticas fallidas o sus guerras económicas, las izquierdas aún
no afianzan un modelo alternativo capaz de convencer de manera contundente a
sus electores y de superar el esquema neoliberal. Y es que esto último requiere
enfrentar un enorme poder económico y político, y reformular ideas y
comportamientos culturales que se han arraigado en las últimas décadas.
El domingo pasado, el presidente López Obrador, al hacer un
balance anual de su gobierno destacó, como era de esperarse, los logros de su administración,
aunque también aceptó los grandes pendientes sobre todo en materia de
crecimiento económico y seguridad pública. Pidió un año más para dar resultados
tangibles en estos últimos asuntos. En un momento de su discurso, el presidente
dijo: “Es indudable que estos primeros 12 meses hemos avanzado mucho, pero aún
estamos en un proceso de transición, todavía lo viejo no acaba de morir y lo
nuevo no termina de nacer”.
Un balance de sus aciertos, faltantes y errores es indispensable.
No obstante, en este escrito queremos intentar otro enfoque: el movimiento
hacia los extremos que estamos presenciando en el mundo desarrollado y en
América Latina está tocando a México si bien de una manera aún incipiente. El
problema central de este gobierno es precisamente que, usando sus propias palabras,
sus políticas son sin duda novedosas y van en un sentido distinto al de sus antecesores,
pero no acaban de mostrar resultados contundentes. Ese proceso de transición
puede durar un año o más y representa sin duda su flanco más vulnerable.
Mientras, la oposición política e intelectual, inclinada a la derecha, apunta a
otro lado. Ha condenado al fracaso todas las acciones del presidente y ha
construido su discurso sobre la idea de que AMLO es un dictador. Con ello se
mueve a la extrema derecha: su radicalismo, comparando a López Obrador con
Maduro y recientemente con Evo Morales, ayuda a justificar la exigencia de su
renuncia inmediata o su deposición violenta por medio de una gran movilización
social que se apoye en un golpe militar. No todos los marchistas opositores el
domingo comulgan con estas ideas, pero sin duda el PAN, diversos contingentes
que expresaron sin rubor su anticomunismo, y varios intelectuales que se
precian de liberales han abrazado esa perspectiva. Del lado izquierdo, ya hemos
visto la violencia callejera de varios grupos de mujeres que creen que es la
única forma de ser oídas por las autoridades y la sociedad machista que admite
o provoca vejaciones diarias contra ellas.
Hasta ahora, estos radicalismos no han representado un
problema mayor, como en otros países. En el caso de la derecha política, su esperanza
(aunque no mucha), está en las elecciones del 2021 y sería suicida para ella propiciar
la violencia más allá del discurso. En lo que toca a los movimientos sociales,
una respuesta oportuna y eficaz de los gobiernos (federal y local) puede
atenuar su radicalismo callejero. Hay todavía margen para ello.
Y, sin embargo, el movimiento hacia los extremos puede
exacerbarse, como en otras partes del mundo si los cambios tardan demasiado en
dar resultados palpables. En el caso de México no se trata sólo de una carrera
contra el tiempo. El gobierno necesita construir un diálogo crítico, sereno y
propositivo con diversas fuerzas sociales. El cambio que proclama el presidente
es necesario y muchas de sus medidas van en sentido correcto. No obstante, para
corregir errores y desviaciones, y ante el naufragio de MORENA, se requiere reunir
a un conjunto de voces que, al mismo tiempo, apuesten por el cambio, señalen
las fallas y propongan alternativas. Desafortunadamente, hoy en día, ese coro
es muy débil, apenas unas cuantas voces aisladas. Su reagrupación y fortaleza
puede ayudar a que en México se lleve a cabo algo excepcional en el mundo: la
transición hacia un nuevo orden de manera pacífica y democrática.
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