Publicado en El Sur 310/01/2018
Aniversarios
Saúl Escobar Toledo
Este año celebramos tres
aniversarios significativos de la historia del siglo XX mexicano: 80 años de la
expropiación petrolera; 50 del movimiento estudiantil; y 30 de la elección
presidencial que, según muchos observadores, estudiosos y testigos, ganó
Cuauhtémoc Cárdenas.
El primero acontecimiento fue
resultado de una decisión tomada por el presidente de la república; el segundo,
una rebelión social; y el tercero, un sismo que fracturó al sistema político.
Los tres, por diversas razones, cambiaron el curso de México. Todos ellos, más
que una continuidad, marcaron una ruptura y pueden entenderse como episodios sobresalientes
de las distintas etapas históricas que caracterizaron el siglo pasado.
Los aniversarios son ocasiones
propicias para recuperar la memoria. El número de años que cumple algún evento
destacado no significa, por sí mismo, nada importante. Podemos celebrar o
condolernos de ellos en una fecha cualquiera. Ha habido, desde luego, otros acontecimientos
importantes. Podríamos, por ejemplo, incluir en los recordatorios de este año la
huelga ferrocarrilera de 1958. Pero la
memoria es siempre selectiva: no podemos recordar todo, todo el tiempo. Por
ello, vale la pena aprovechar la coincidencia de estos aniversarios para hacer
un ejercicio que nos lleve a encontrar algunas claves de nuestro presente.
Buscar en esos hechos, algunas “señas de
identidad” para entender la situación actual.
La medida adoptada por el
presidente Lázaro Cárdenas, anunciada el 18 de marzo de 1938, fue uno de los
momentos culminantes de la revolución mexicana. Sus bases legales e ideológicas
se encuentran en la Constitución de 1917 pero se hizo realidad gracias a la
movilización popular que se desató desde el estallido del movimiento armado.
Puede explicarse también como parte de la reconstrucción del estado nacional
que se emprendió desde la caída del régimen porfirista. Gracias a ello, se
llevó a cabo un acto soberano que sorprendió al mundo (sobre todo a Estados Unidos
y Europa) y a muchos mexicanos. Como lo han señalado diversos historiadores, la
coyuntura internacional, particularmente la Segunda Guerra mundial que ya
estaba en curso, fue aprovechada magistralmente por Cárdenas para decretar la
expropiación. Pero lo más importante es que le dio al Estado mexicano una
enorme fuerza: legitimidad frente a sus ciudadanos, respeto frente a las
potencias extranjeras, y nuevos instrumentos para conducir la economía
nacional. Los años de estabilidad política, el crecimiento productivo y el
papel que jugó México en el contexto internacional en las décadas posteriores,
hasta principios de los años ochenta, difícilmente se pueden entender sin la
expropiación de marzo de 1938. A pesar de sus dificultades y costos, la
industria petrolera fue uno de los principales activos de los gobiernos del PRI
ya que PEMEX se convirtió en la palanca estatal
más importante para financiar el
desarrollo.
En 1968, el movimiento
estudiantil fue la expresión de un profundo descontento popular. Los gobiernos
revolucionarios presumían de haber logrado la modernización del país y la
tranquilidad social y política, aunque estas últimas en realidad se apoyaban en
un autoritarismo feroz que no admitía disensos. Diez años antes, las huelgas
ferrocarrileras y magisteriales habían sido reprimidas duramente por el ejército
y la policía, y sus dirigentes eran presos políticos. No existía, en los hechos,
libertad de expresión, ni de manifestación, ni de asociación. Tampoco
competencia electoral. De esta manera, el movimiento se convirtió (como
abundamos en un artículo previo), en una lucha por la democracia y la justicia
social. La matanza del 2 de octubre fue la evidencia del agotamiento de un
régimen político. A lo largo de los años siguientes, se desatarían grandes
movilizaciones obreras y campesinas y surgirían oposiciones armadas y civiles y
nuevas alternativas políticas.
Por su parte, en julio de 1988, el
PRI tuvo que enfrentar una oposición capaz de desplazarlo de la presidencia de
la república, después de varias décadas de ejercer el monopolio de la vida
política. Como se recordará, la ruptura de Cuauhtémoc Cárdenas logró la
adhesión de un conjunto de partidos y sobre todo una enorme simpatía popular.
Por primera vez en muchos años, se presentaba un candidato que representaba la
legitimidad perdida de la revolución mexicana, la posibilidad de un cambio
progresista, y el fin de la corrupción y el despotismo. Su candidatura conmovió
arriba y abajo: a los grupos enquistados en el poder y a los ciudadanos de a
pie. Se entendió como la oportunidad de retomar el programa de la revolución y
al mismo tiempo iniciar un camino indédito. Ambas cosas hicieron de Cuauhtémoc el
candidato de la esperanza de millones de personas. Los mexicanos volvieron a
creer en una opción política y en una salida pacífica, institucional y ordenada
frente a los desastres de las crisis de 1976 y sobre todo de 1982, misma que se
había prolongado todos esos años con un elevadísimo costo social.
El fraude electoral impidió el
arribo de un gobierno encabezado por la oposición, pero abrió una etapa de
mayor pluralismo político y la reconstrucción de un sistema electoral que dio
lugar a la alternancia, primero en los municipios y gubernaturas de varios
estados, luego una mayoría opositora en la Cámara de Diputados y el triunfo en
la Ciudad de México que por primera vez
elegía a un gobierno propio y,
finalmente, la presidencia de la república.
Si entre 1938 y 1968 el Estado
mexicano pasa de su momento de mayor fuerza y reconocimiento a sus días de peor
desempeño y mayor deslegitimación, entre 1968 y 1988 el país transita de la rebelión
social a la oposición política organizada. Dicho de otra manera, se pasa del
protagonismo del estado y en particular del presidente (1938), a los episodios
del 68 en el que el actor central fue la movilización callejera, y luego al
cisma de 1988, encabezado un candidato opositor y un proyecto de reformas
dentro del marco de la legalidad. Se iniciaba, parecía entonces, una transición
pacífica hacia un nuevo estadio del país.
Ello, sin embargo, no sucedió. La
zaga de este relato no tiene un final feliz. La deriva del Estado fuerte y
despótico terminó, pero no fue sustituida por un régimen que promoviera un
mejor reparto de la riqueza y una democracia sustantiva. Los principales centros
de poder fueron secuestrados por una élite tecnocrática al servicio de los
grandes capitales nacionales e internacionales. El descontento popular siguió extendiéndose,
pero si al principio parecía que los partidos, especialmente el PRD, serían el
vehículo para convertir las demandas sociales en nuevas leyes y acciones de
gobierno, la vida política pronto se degradó en un sistema de reparto y
encubrimiento que cobijó la corrupción y la impunidad. La alternancia ocurrida
en el año 2000 no fue el inicio de una renovación sino la puerta de entrada al desastre.
Así, en este sexenio, hemos visto cómo las instituciones se han deteriorado
profundamente, cooptadas por la delincuencia organizada, la arbitrariedad de
los organismos de seguridad pública (denunciados repetidamente por actos de
tortura y ejecuciones extrajudiciales), y la incapacidad de gobernar en amplias
zonas del territorio nacional. Su
resultado inmediato ha sido una violencia extendida e imparable que amenaza
cualquier expectativa de progreso y convivencia en nuestra patria.
Si a fines del siglo XX, el paso
de 1938 a 1968 y luego a 1988, con todas sus implicaciones dramáticas y sus
significados múltiples, se perfilaba como una serie histórica que avizoraba
mejores tiempos, el siglo XXI nos ha traído casi puras malas noticias. Se ha
desmantelado en unos cuantos años casi todo lo que parecía servir de base para levantar
un nuevo país.
Las elecciones de este año, 2018,
tendrán que resolver esta encrucijada: ¿estaremos ante la oportunidad de una
ruptura con el pasado inmediato para retomar lo mejor de nuestra historia, o ante
la continuidad de estos años oscuros?
Twitter: #saulescoba
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