Estas ruinas que ves
Para
Paco Ignacio Taibo II, brillante novelista e historiador de nuestro tiempo.
Saúl Escobar Toledo
El presidente López
Obrador anunció el 1º de diciembre el comienzo de un cambio de régimen político.
Ello quiere decir, según sus palabras, que se acabará con la corrupción y la
impunidad pública y privada. Pero también con la política económica neoliberal
que ha sido, dijo, un desastre, una
calamidad. Sus resultados están a la vista: un crecimiento muy por debajo de las décadas anteriores,
un poder adquisitivo del salario mínimo deteriorado en 60 por ciento y que los ingresos
laborales de los mexicanos sean hoy de
los más bajos del planeta
Para AMLO, ambas, la corrupción
y las políticas neoliberales se han alimentado y nutrido mutuamente para robar
los bienes del pueblo y las riquezas de la nación. Resulta entonces necesario separar el poder
económico del poder político con el objetivo prioritario de disminuir las
desigualdades sociales y asegurar las funciones esenciales del Estado.
En cuanto a la inseguridad
se atenderán las causas que originan la violencia, pero también se propone
convertir al Ejército y a la Marina en las instituciones fundamentales para
garantizar la seguridad nacional, la seguridad interior y la seguridad pública,
previa preparación y capacitación para el respeto de los derechos humanos y
mediante la aplicación de protocolos para el uso de la fuerza.
No hay duda en el
discurso: la causa principal de nuestros
males se llama neoliberalismo. Ineficiente, concentrador del ingreso,
empobrecedor de la mayoría de la población. Y aunque podríamos estar de acuerdo
con Jorge Ibargüengoitia (cuya novela da pie al título de esta entrega), en que
cada ruina tiene su historia, todos nuestras desgracias se han exacerbado bajo
el esquema neoliberal.
El desastre que observa
el nuevo mandatario y que muchos mexicanos
también vemos, obligará al Estado a tomar un nuevo papel: no seguirá
siendo un comité al servicio de una minoría rapaz, representará a todos los mexicanos, se respetará la ley y habrá una verdadera democracia. Se
protegerán las inversiones privadas pero al mismo tiempo se incrementará la inversión
pública y reducirán las desigualdades sociales.
La dificultad de
reconstruir al país es complicada por varias razones: como lo muestra el caso
de la Guardia nacional y las nuevas
funciones del ejército, en algunos
asuntos no habrá otra opción más que apoyarse en lo que existe. Y ello supone el
peligro de prolongar o agravar los males
que se propone erradicar. En el otro extremo,
se puede generar inestabilidad echando atrás decisiones equivocadas, como en
el caso de la cancelación del aeropuerto de Texcoco.
Continuidad y ruptura suponen
riesgos. El nuevo mandatario ha decidido que aplicará una combinación de ambas,
según sea el caso. En el discurso se
hizo mayor énfasis en el saldo económico y social y menos en los resultados que
han arrojado las medidas adoptadas en materia de seguridad pública. Ello podría
reflejar que el presidente reconoce, sin decirlo, que en el primer aspecto se puede avanzar más profundamente,
mientras en lo segundo prevalecerán esquemas similares, aunque no idénticos, a los aplicados en el pasado.
El gobierno se propone una
transformación pacífica y ordenada, pero al mismo tiempo profunda. Esta fórmula
suena muy bien pero requiere que muchos factores se alineen positivamente. Entre
ellos, un entorno internacional favorable; una acuerdo mínimo con los grupos de
poder; una coordinación eficiente dentro del Estado; un impacto más o menos
rápido de los proyectos. En fin, una labor muy compleja y que enfrentará
factores que no están del todo en manos de la nueva administración.
Por ello, es probable que
veamos no sólo aciertos y errores, como en cualquier otro ejercicio
gubernamental, sino también una situación inédita en la que se reúnan al mismo
tiempo mudanzas radicales y continuidades conservadoras o inercias no muy deseables.
Pero, más allá de los
factores señalados, para conducir un cambio ordenado y radical, se requiere una
participación ciudadana también pacífica, intensa y lo más organizada posible.
Y aquí hay todavía nos
falta mucho. Resulta alentador que el presidente se comprometa públicamente a no reprimir la
protesta popular, a someterse a la revocación de su mandato en 2021, a dar
cuenta de sus actos, a insistir en
consultar al pueblo (hasta ahora de manera informal), y amnistiar a los presos
políticos, pero ello no basta.
Al titular del poder
Ejecutivo se le acusa ya de concentrar
el poder. Se adelanta que no respetará la división de poderes, el federalismo e
incluso las libertades básicas de opinión y manifestación. No comparto estos
temores. Más bien, considero que aquí también tenemos una falla institucional.
No hay manera de que la voz de la ciudadanía se haga escuchar por los canales
tradicionales de la democracia: los partidos políticos o las organizaciones
sociales como los sindicatos. Otra calamidad exacerbada por el neoliberalismo,
aunque su origen es más remoto, se refiere a la inexistencia de una interlocución
entre la gente y los servidores públicos. Ésta no sólo se ha fracturado desde
hace muchos años, también se han destruido puentes de entendimiento. La confianza
en la política y los políticos es extremadamente baja.
Los avances de nuestra
transición democrática, encarnados en la alternancia en la presidencia de la república,
en un poder legislativo pluripartidista, en mayor libertad de expresión, e incluso en
elecciones más limpias, fueron adulterados por una descomposición muy acelerada
de los organismos estatales. Pero también por la terca voluntad del PRI y el
PAN para impedir que esos avances
democráticos se implantaran en las organizaciones sociales y en nuevas formas de participación ciudadana. La libertad
y la democracia sindical ha sido casi inexistente; otros sectores sociales como
los campesinos o los trabajadores informales, o incluso los pequeños propietarios
y empresarios, carecen de organizaciones legítimas y representativas reconocidas
por el Estado. La consulta popular, el referéndum y la organización de consejos
vecinales son prácticas muy escasas en nuestra vida política.
Así pues, el cambio de
régimen político requiere la reconstrucción de los canales de participación
popular que permitan una relación crítica y constructiva. Un conjunto de reformas que se ocupen no sólo de las
cuestiones electorales sino de ampliar y hacer accesibles, por medio de la ley,
una mayor participación en la toma
de las decisiones. El presidente ha pedido que se discutan en todas las plazas
los avances de su gobierno. Pero en los cien puntos leídos en el Zócalo casi no
hay ninguna propuesta sobre el fortalecimiento de la democracia participativa. Ello
muestra una agenda pendiente en la que habrá que seguir insistiendo. La posibilidad
de conjugar el cambio pacífico y ordenado dependerán en buena medida de ello y
no sólo de la voluntad de los gobernantes.
Tal como están las cosas,
el panorama no puede ofrecer, a corto plazo, más que una dosis combinada de
dificultades y alivios. Una cierta incertidumbre junto a una esperanza que
todavía perdurará un tiempo. A mediano plazo ya veremos si los efectos
positivos se imponen sobre el necesario e inevitable costo de un cambio que
pretende ser radical.
Dicen que hoy todavía los
actores, cantantes, directores y todos los trabajadores que participan en un
nuevo montaje de una obra de teatro o una ópera, para desearse suerte, se
saludan pronunciando la palabra mierda. Ello, dicen, se originó desde el siglo
XIX pues una parte del público llegaba en carruajes o vehículos movidos por
caballos que inevitablemente regaban el suelo alrededor de los teatros de estiércol
equino. Así, una mayor concentración de desechos quería decir que la asistencia
sería más nutrida y por lo tanto exitosa.
Más allá de dudas y
críticas, hoy podríamos saludar al nuevo presidente con esa misma frase, la cual, dada la situación del país, adquiere
un doble sentido: mierda, Andrés, mucha
mierda.
saulescobar.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario