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lunes, 27 de enero de 2014

José Emilio, mi compañero de trabajo

JEP 1939 -2014
Compañero de trabajo

José Emilio Pacheco fue mi compañero de trabajo hasta el domingo. Trabajaba, hasta entonces, en la Dirección de Estudios Históricos del INAH, como yo, desde hace varios años (con algunas interrupciones en ambos casos). Aunque en el caso de José Emilio, ser compañeros de trabajo no se reflejara exactamente en esa imagen común de llegar por la mañana y verlo en su cubículo leyendo un libro, escribiendo en la computadora o platicando con los demás profesores, JEP era un verdadero compañero de trabajo o aún más, un amigo del trabajo que, cuando lo veías, te saludaba con amabilidad, afecto y te preguntaba cosas de tu vida académica: “supe que publicaste esto y aquello… o que diste una conferencia, o que estás trabajando en el tema x o z”. Y lo decía para animarte o para dar a entender que seguía tu trabajo con interés. 

En los últimos años los encuentros se hicieron más esporádicos entre otras cosas por su dificultad cada vez mayor de trasladarse fuera de su casa. Pero aceptaba, de vez en cuando, salir a comer con varios amigos o “compañeros de trabajo”. La última vez fue el año pasado por ahí por el mes de agosto. Como otras veces, José Emilio comió bien, bebió alcohol aunque moderadamente, se fumó un cigarro, se quejó de algunas dolencias, y comentó algunos buenos chismes. Hablaba poco de sí mismo pero recordó con exactitud las veces que, en el mercado “legal” se había editado “Las batallas…” y comentó que sabía que las ediciones piratas eran quizás más numerosas, cosa que hizo sin quejarse o repudiar ese mercado informal.

Hace ya más de dos décadas, cuando la DEH todavía estaba en el anexo al Castillo de Chapultepec, José Emilio impartió un curso de redacción para sus compañeros de trabajo. A mí me tocó estar en la segunda temporada. Y, claro, fueron sesiones memorables. Nos ponía a escribir sugiriéndonos un tema cualquiera y entre todos discutíamos si debía o no redactarse de esa manera, o si podíamos usar otra palabra. Por supuesto, con una sensibilidad enorme, nos hacía notar los errores más frecuentes o más obvios entre escritores tan nóveles como los que tenía enfrente. Recuerdo que trasmitía la sensación de que todos sus alumnos podríamos escribir muy bien si escuchábamos con cuidado y varias veces lo que escribíamos. También decía que un texto nunca estaba terminado y que aunque estuviera publicado debería seguirse revisando. Desde luego, advertía que él sólo hacía sugerencias para decir de otra manera las cosas, pero que podía no tener razón. 

Me acuerdo también que nos advertía que aprender a escribir era evitar caer en dos extremos: ensuciar el lenguaje con palabras que no se oyen bien o que pretenden suplantar otras que suenan correctamente. Criticaba mucho la tendencia a convertir en verbos los sustantivos o inventar nuevos: ejemplos, “publicitar” u “ofertar” (en lugar de ofrecer). Pero también rechazaba un cierto afán de hablar o escribir perfecto, sin considerar lo que el lenguaje ya había adoptado como de uso común. Por ejemplo, decía, lo indicado, si se quiere ser purista, es pedir “un vaso con agua” no “un vaso de agua” pero hablar o escribir con esa precisión se escucharía pedante y forzado. 

En todo caso el chiste era que se escuchara (o se leyera) bien y se comprendiera mejor. 

Recuerdo también que nos comentó en algunas de esas sesiones que una novela se podía conocer desde la primera frase. Si esa frase era buena, era probable que toda la novela lo fuera. Pero si toda la primera página era buena, seguramente sería una novela excelente, genial. Habría, desde luego excepciones, pero nos recomendaba fijarnos bien en esa primera frase, en ese primer renglón.

Por esa razón en varias ocasiones que nos vimos después, yo le preguntaba un poco como reto y otro poco por el interés de recibir una lección, si recordaba la primera frase de distintas novelas famosas. Su memoria era increíble y nunca falló: recordaba perfectamente las primeras palabras de muchas obras literarias famosas, en español o en otros idiomas. 

En cierto sentido, la modestia de José Emilio era aunque sincera, a veces excesiva. No sólo porque, como he dicho, siempre advertía que su opinión podía estar equivocada en cosas en que él era un auténtico genio y su autoridad intelectual estaba fuera de duda. También porque hablaba muy poco de sí mismo, de su obra y mucho menos de sus premios. Pero sobre todo porque a menudo advertía de la temporalidad tan breve de las cosas, de las ideas, de las personas. Hablando con sus amigos o sus compañeros se comportaba, como dije, como uno más, a pesar de que todos en ese momento lo escucharan con enorme admiración. Pero, de vez en vez, en algún comentario o en alguna reflexión suelta, uno podía escuchar un dejo de sus poemas, una sensación de fatalidad, de desolación y de tristeza combinado con una fina ironía que nos recordaba, con un cierto pesimismo, que la vida, la historia, la realidad que estaba ahí afuera, era más terrible de lo que creíamos y de que todo era indeciblemente fugaz. 

Su modestia era en cierto sentido el reconocimiento de que su obra, su vida y desde luego la nuestra, la de todos, era muy poco frente a ese transcurrir de la vida que nos abruma.

Pero José Emilio nunca fue un conformista frente a esa fatalidad que intuía. Siempre crítico del poder, inconforme y, digo yo sin dudarlo, de ideas políticas progresistas, JEP habló cuando sintió que tenía que hacerlo y nunca avaló o protegió actos vergonzosos del poder. En eso también fue irreprochable.

Más bien, quizás, JEP pensaba que su pesimismo era una buena manera de esperar lo peor y saludar con alegría las buenas noticias que no se tenían previstas. 

Quizá para él, esa manera de pensar funcionó hasta el último momento, pues su hija Laura Emilia, y Cristina, su compañera de siempre, confirmaron que JEP “se fue muy tranquilo, se fue en paz”. Quizás desde hace tiempo esperaba lo peor y eso le ayudo a morir sin sobresaltos.

Pero a nosotros, sus lectores, lo conociéramos personalmente o no, la situación fue completamente distinta. A todos nos agarró por sorpresa y el dolor fue más intenso. Habrá que seguir leyendo entonces a José Emilio para aprender de él a vivir y a saber morir… 

(Notas: SET) 
Enero 27, 2014


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