Reforma laboral: el intento de un gran engaño
Saúl Escobar Toledo
La reforma laboral parece llegar a su
etapa final: según se ha anunciado, terminadas las audiencias públicas, a
partir de abril comenzará a elaborarse el dictamen correspondiente en la
Comisión de Trabajo en la Cámara de Diputados. Su aprobación se daría a
mediados de ese mes para, después de semana santa, pasar a la de Senadores. De
esta manera, unos días antes del primero de mayo, ésta última la votaría en el
pleno. Tenderemos entonces una nuevo marco legal en materia de trabajo.
Sin embargo, las presiones para que
esta reforma se convierta en una simulación se han dejado sentir desde el
principio. Recordemos que en 2017 se decretaron las enmiendas constitucionales
al artículo 123. Sin embargo, los cambios a la Ley federal del Trabajo (LFT) se
congelaron durante la administración anterior. Fue hasta que se instaló el
nuevo Congreso cuando realmente empezó a elaborarse una propuesta congruente
con las nuevas disposiciones adoptadas en la carta magna. Éstas, se pueden
resumir en tres: crear Tribunales Laborales adscritos al Poder Judicial, desapareciendo
así las Juntas de Conciliación y Arbitraje; crear una instancia de conciliación
prejudicial y, además, responsable de los registros de sindicatos y contratos
colectivos; y garantizar el ejercicio del voto personal, libre y secreto de los
trabajadores en la elección de sus dirigentes y de sus comisiones encargadas de negociar las cláusulas
contractuales.
La oposición se ha concentrado en la
instancia de conciliación, que según la Constitución debe ser un organismo
descentralizado que contará con personalidad jurídica y patrimonio propios,
plena autonomía técnica, operativa, presupuestaria, de decisión y de gestión. Y
que se regirá por los principios de certeza, independencia, legalidad,
imparcialidad, confiabilidad, eficacia, objetividad, profesionalismo,
transparencia y publicidad.
Pues bien, los representantes del
capital, como el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) y la COPARMEX (con
matices), y por su parte, las viejas centrales sindicales, en particular la CTM,
han manifestado su deseo de que esta instancia sea tripartita, en la que
participen, dicen, trabajadores, empresas y empresarios (sic) y la autoridad
como gran mediadora.
Sus razones: respetar la tradición
del derecho laboral mexicano y sobre todo, afirman, mantener la paz y la
competitividad internacional de las relaciones obrero-patronales pues ello ha
sido determinante para las inversiones nacionales y la atracción del capital
internacional. Los representantes del sindicalismo de viejo cuño agregan que
sería una intromisión gubernamental que el Centro se propusiera exigir
constancias o verificaciones que demuestren la voluntad mayoritaria de los
agremiados para la elección de sus dirigentes, para pertenecer a un sindicato, o
para aprobar la firma de un contrato colectivo.
A estos argumentos jurídicos se suman
rumores políticos no comprobados, una campaña insidiosa e incoherente que
supone la existencia de un plan del gobierno actual para apropiarse del control
de las organizaciones sindicales (nuevas o existentes) y para permitir la
injerencia de asociaciones extranjeras en nuestra vida laboral.
Lo que se intenta, en realidad, es
fraguar un gran engaño: convertir el organismo de conciliación y registro en un
aparato bajo el control de las dirigencias patronales y los vetustos personeros
del sindicalismo para que nada cambie. Es decir, para que la democracia y la
libertad de asociación no se conviertan en una opción legal. Conservar el
manejo de los registros de asociaciones en manos de quienes lo han manipulado
durante los últimos setenta años, mantendría sometidos a los trabajadores a
prácticas como los contratos de protección que se negocian a sus espaldas.
Sus intenciones encuentran, sin
embargo, dos obstáculos: el primero, la voluntad expresa del gobierno actual
incluyendo la Secretaría del Trabajo; del grupo parlamentario de MORENA, que
mantiene la mayoría en ambas cámaras; y de agrupaciones independientes. La cúpula empresarial cree que
puede cambiar esta situación mediante amenazas de cancelar inversiones y fugas
de capitales. Pero el segundo escollo es más complicado, pues se trataría de
engañar a la OIT y, sobre todo, a los gobiernos, parlamentos y sindicatos de
Estados Unidos y Canadá, firmantes del llamado T-MEC, el nuevo Acuerdo de Libre
Comercio entre los tres países, que en sus cláusulas laborales y en un anexo
especial han comprometido al Estado mexicano a realizar los cambios en la LFT
de acuerdo a los señalado en el 123 constitucional.
Con el fraude que intentan cometer, se
arriesgan a que el Acuerdo trinacional sea rechazado por los legislativos de
los países socios de México. Particularmente en Estados Unidos, donde la nueva
mayoría demócrata en la Asamblea de Representantes de ese país votaría,
seguramente, en contra de la
ratificación del Acuerdo. Además, las representaciones obreras de esas naciones,
que han estudiado el tema a profundidad, difícilmente se tragarían la pifia,
ejerciendo una presión adicional sobre sus gobiernos y parlamentos.
Así pues, los empresarios que
precisamente hablan de atraer inversiones a México parecen actuar de manera
irrazonable pretendiendo boicotear un acuerdo que resulta indispensable para el
flujo de capital extranjero a nuestro país. Parecen no darse cuenta de que, en
las actuales circunstancias, muy excepcionales pero realmente existentes, el
esquema de vender a México mediante salarios de hambre y pobres condiciones de trabajo, no puede
seguir vigente, al menos bajo las mismas condiciones.
La posición del viejo sindicalismo no
sorprende pues desean seguir usurpando la voluntad de los trabajadores. Se
equivocan, además, en sus argumentos legales: el organismo de conciliación y
registro, tal como dice la Constitución, no sería un instrumento del gobierno
sino del Estado mexicano. Tal como otras entidades de este tipo, por ejemplo,
el Instituto Nacional Electoral. En este caso se trataría de garantizar el
cumplimiento de la democracia sindical mediante la verificación del voto
mayoritario de los agremiados. Y el respeto a la libertad de asociación, incluyendo
la opción de no pertenecer a sindicato alguno.
Las huelgas de Matamoros deben ser
entendidas como un llamado de atención en este sentido. Pensar que forman parte
de un plan deliberado para el surgimiento de un nuevo corporativismo o para
amenazar a la clase empresarial nacional y extranjera, es completamente
equivocado. Al contrario, esos movimientos son una señal de que, si no se abren
los canales legales, los trabajadores tendrán que actuar fuera de las
instituciones para plantear sus reclamos.
La oposición del sindicalismo, ayer
corporativo ahora de protección patronal, no representa gran cosa. La posición
empresarial en cambio es un factor más importante. Su reacción ha sido dominada
más bien por el miedo que por la razón. Acostumbrados, como ellos mismos
afirman, a que en este país no haya huelgas, creen que cualquier protesta
obrera se convertirá en una sublevación generalizada. Que abrir un resquicio
legal para la democracia y la libertad sindical significa desatar un movimiento
que necesariamente llevaría a exigir aumentos inmoderados de salarios que
afectarían la estabilidad económica del país. Se equivocan también porque, al
contrario de lo que suponen, fortalecer las instituciones laborales puede encauzar,
en paz y ordenadamente, el descontento acumulado de tantos años de exclusión y
abuso.
Apoyar el cambio mediante la ley
siempre será mejor opción que apostar por la trampa, la simulación, y el
ocultamiento. Por ello, las reformas a la LFT que hoy prepara el Congreso de la
Unión y, en particular, el asunto de la composición y funcionamiento del organismo
de conciliación y registro de sindicatos y contratos es un punto vital.
Adulterar la Constitución de la República para volverlo tripartito es la ruta
equivocada: equivale a engañar al mundo y a los mexicanos, y renunciar a
construir una nueva relación, más equilibrada y dentro de los cauces legales,
entre empleados y empleadores. Esto último no sólo beneficiaría a la parte
obrera, también podría servir para mejorar la productividad, el diálogo y la
concertación entre los factores de la producción.
En este momento culminante, los
legisladores tendrán que elegir entre esas dos opciones: una institución verdaderamente
autónoma e independiente, o una de corte tripartito. El primer camino es el de
un cambio, que implica riesgos y probablemente algunos costos, pero que al
final significa ampliar la vida democrática del país. El segundo, es
simplemente cometer un atraco que no pasaría inadvertido ni aquí ni fuera del
país.
saulescobar.blogspot.com
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